Henrry Miller & Brenda Venus
“Cuando se pronuncia la palabra sexo delante de mi tengo deseos de agarrar un revolver para defenderme y gritar: ¡Muerte al sexo! No es que quiera en realidad su muerte, pero sí la de las discusiones que le conciernen, estoy harto de ellas”.
Henry Miller a G. Belmont en Conversaciones en Paris (1)
A partir de estas palabras de Henry Miller, el conocido (y siempre desconocido) escritor norteamericano, es posible encarar las verdaderas dimensiones que cobra el tema sexual a lo largo y ancho de su vasta obra autobiográfica. Antes que todo es preciso señalar una marcada diferencia con respecto a la actitud adoptada frente al sexo por D.H. Lawrence, con quien sin embargo comparte numerosas afinidades y correspondencias como pueden verificarlo aquellos que alguna vez afronten la lectura de ese ensayo temprano llamado El Mundo de Lawrence sobre el que significativamente Miller volvería poco antes de su muerte. Mientras Lawrence parte de una actitud de rechazo total de la “sexualidad moderna” que para él no es más que “una cuestión de nervios, una reacción exangüe y helada”, Miller ha querido partir de una comprensión sin límites y trabas de la miserable condición del hombre actual: sabe que el sexo y todo cuanto a el se refiere no es sino el menor de los males contemporáneos por así decirlo. En un mundo que se caracteriza por la entronización de la incomunicación y el conflicto en todos los campos de la actividad humana… En un mundo cada vez más abismado en el culto sangriento del hambre, la guerra, la usura y el odio a todos los niveles y en todas las situaciones…En un mundo que se debate entre el feroz, descarnado individualismo, herencia de un estadio social ya superado; y por otra parte, el arrasamiento completo de la persona, de la diferencia y la diversidad en el orden natural de los seres y las cosas preconizado por los mercaderes de la muerte de un continente a otro (2)… La unión o relación sexual, por imperfecta que sea, constituye la forma elemental, la única forma posible de comunicación al alcance del hombre moderno. Henry Miller se permite recordarnos que inevitablemente “cuando el hombre no vive una vida rica y plena se cae en la sexualidad” ya que el sexo es finalmente el “great conforter” de los desesperados y marginados de todas las épocas… “la ópera de los pobres” expresión mefistofélica que en su momento acuñaría M. de Talleyrand…
De nada sirve cerrar los ojos ante el hecho consumado. A Miller nada parece asustarlo, nada consigue escandalizarlo, nada despierta en él un gesto de disgusto, rechazo o incomprensión. ¿Es extraño pues, que un escritor que ha tenido tanto que decirnos sobre el hombre de nuestros días apenas si figure en la lista de los novelistas norteamericanos de actualidad? No, sin duda, si tenemos en cuenta que la respetable crítica oficial norteamericana representa en su generalidad los intereses de ese orden oscurantista del mundo atrás descrito, prefiriendo en consecuencia desatender esta obra de vitalidad e importancia poco comunes. Miller no merecerá jamás el premio Nobel, ni ningún otro premio, como sus compatriotas Hemingway, Saul Bellow o Truman Capote que frente a él son de una trascendencia menor. El silencio que durante buena parte de su vida rodeará a Miller, no obedecerá sino al incómodo hecho de que él ha osado poner el dedo en la llaga de uno de los tabúes mas arraigados de la cultura occidental cuyos efectos tiránicos se niegan a desaparecer aún en el seno de la liberal y permisiva sociedad norteamericana. Como lo anota el propio Miller es significativo que en los medios de comunicación más reacios a la censura de cualquier especie se prefiera alentar una interminable charla vacía sobre las manifestaciones extremas de la sexualidad tales como el sadismo o el masoquismo, que en sí mismas no son otra cosa que formas degradadas y desgraciadas de comunión entre los hombres; antes que aceptar la libre expresión natural de la sexualidad. Es claro que el mundo moderno sigue estando, a pesar de las protestas al respecto, más cerca de Sade o Masoch que de Rebelais, Whitman o Aretino (3).
Así resulta del todo dramático para el lector de la obra de Miller llegar a esas páginas centrales de la Correspondencia privada con el escritor inglés Lawrence Durrell, autor del famoso Cuarteto de Alejandría , y verificar cuántos escrúpulos o inhibiciones frente al tema tratado abrigan aún las mejores mentes contemporáneas. El desafortunado incidente se presenta una vez que Miller envía a Durrell copia del original de Sexus, primer volumen de La Crucifixión Rosada . De pronto, Durrell pierde el hilo de lo que lee. No alcanza a comprender que ha pasado con el gran escritor de los Trópicos… No, hasta ese punto no se atreve a seguirlo. No puede soportar esas “simples explosiones de sexualidad”(…) Ese diluvio de sangre de estercolero (…) que hace que uno ponga la cara de asco” . Esa obra que parece escrita por una encarnación norteamericana del doctor Jekyll y Hide. En fin, se apresura a telegrafiar a Miller pidiéndole que no destruya su brillante reputación literaria publicando semejante bodrio ininteligible. Ese incidente que pudo haber causado una ruptura definitiva entre los dos escritores, no trasciende gracias a la magnanimidad, y al buen humor de que hace gala Miller… Este le recuerda a su amigo que ya anteriormente lo había puesto sobre aviso acerca de la naturaleza inquietante de su última obra: “tal vez lo que estoy dando a luz es un monstruo”. Después pasa a explicarle por qué no hay motivos para alarmarse: “A veces pienso que tú, Larry, no supiste nunca lo que es vivir en nuestra época moderna de asfalto y productos químicos, crecer en la calle, hablar el lenguaje del voyour”. Es decir, que ese libro ha sido escrito de pasta a pasta, sólo por “un muchacho de Brooklin”, alguien nacido y crecido precisamente en mitad de uno de los mayores estercoleros del planeta. Lo que le reprocha Durrell, la obscenidad trivial y prosaica de ciertos pasajes, es algo que se ha esforzado en conseguir deliberadamente… El ha querido transmitirle al lector un retrato fiel de “esa vida de insensata actividad que no tiene ningún asidero real” propia de las grandes ciudades. Por otra parte quiere que “este libro contenga “rastros de vida” (empleando palabras de Goethe) que sea de buen gusto, moral o inmoral, literatura o documento, creación o fiasco, no tiene la menor importancia”.
Y aquí llegamos al corazón de la obra de Miller (¡corazón! algo que él ponía por encima de la misma inteligencia) donde la obscenidad cumple el papel de incentivo o es apenas un recurso técnico para llevar al lector al reconocimiento maravilloso de la “vitalidad” que alienta tras de cada nuevo día. Su propósito manifiesto es golpear, despertar, introducir una sensación de realidad indescriptible; algo parecido a lo que representa para el cristianismo primitivo el uso del milagro en el camino a su verdad; algo que utiliza el adepto Zen cuando no vacila en emplear actos insólitos o sacrílegos para llevar a su seguidor a ese estado de iluminación y éxtasis cotidiano que le permite alcanzar un conocimiento íntimo o vivencia del insondable universo que nos rodea (4). Finalmente comprendemos porqué esta extraordinaria trilogía por título La crucifixión rosada: el dolor de toda una vida resulta al cabo una broma ligera. Ya no hay lugar para complacerse en el sufrimiento, la nostalgia o la melancolía, cuando se ha logrado acceder a esa “realidad” intoxicada del mundo… El calvario de la vida humana se ha convertido en una regocijante danza al unísono con el cielo estrellado… El tiempo de los asesinos se ha trocado en la eternidad que puede vislumbrarse en una brizna de hierba, en la cabeza de un alfiler o en un cabello partido a la mitad. En esa misma Correspondencia Privada, Henry Miller nos cuenta como mientras se embarcaba en la reelectura de su trilogía no dejaba de reír y llorar al mismo tiempo y entonces solía pensar que el mundo entero reía y lloraba con él… ¿Qué otro argumento más hermoso puede hallarse como garantía del valor de una obra escrita? Esto me lleva a preguntarme finalmente sobre el lugar que ocupa el amor en la obra de Miller para responder a continuación con las palabras de Coventry Patmore, poeta inglés de inspiración mística, que en ella “el amor se eleva más allá de la esfera del respeto y la adoración a la esfera de la risa y la loca alegría”.
NOTAS
(1). Con sus particulares dotes de visionario Miller se anticipa aquí a Michel Foucault quien, poco antes de su muerte, se propuso realizar la genealogía de la “Ciencia del sexo” donde desenmascara “esa gran configuración de saber que occidente no ha cesado de constituir alrededor del sexo”, “ese gran alboroto alrededor del sexo” que a la postre no es sino una forma sutil de prohibir, censurar y tratar el libre desenvolvimiento y expresión de éste. (Ver su Historia de la Sexualidad. Volumen 1.)
(2). De la misma manera que Lawrence experimenta como “obsceno” únicamente el completo estado de separatividad del hombre y la naturaleza que define la actual sociedad, Miller por su parte encontrará obscenas ciertas formas de violencia colectiva como el genocidio y las guerras. Un concepto profundo que retomará la contracultura norteamericana. Así, uno de sus brillantes teóricos Norman O. Brown, no dice que “la guerra es sexo pervertido” (El cuerpo del Amor. Ed. Sudamericana. Pág. 190).
(3). En lo que a Sade respecta, Georges Bataille se ocupó de mostrarnos en numerosas oportunidades la posición banal e inconsistente de los que se llaman sus admiradores: “no se puede admirar a Sade sin edulcorar su pensamiento”, afirma rotundamente en El Erotísmo. Ed. Sur. Pág. 170, Quiso decir que a Sade había que leerlo (tomarlo) literalmente y no de otra manera.
(4). La experiencia Zen a la que me refiero nada tiene de religiosa (en la acepción occidental de la palabra). Antes que una religión en sentido estricto, el Budismo Zen sería una sabiduría de la vida cuyos lineamientos últimos son el sinsentido y la risa. Sabemos lo cercano que se hallaba H. Miller de esta manera de ver las cosas.
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