Una literatura de hombres cansados.
En junio de 1959 se
vendieron en dos ciudades de Colombia, y en solo cinco días, 300.000 volúmenes
de autores nacionales. La avidez con que el público se precipitó sobre los
expendios, sobrepasó los ambiciosos cálculos de los editores que aspiraban a
agotar el tiraje más alto que de libros colombianos se había hecho jamás, no en
dos ciudades, sino en las capitales más importantes del país y no en cinco días
sino en dos semanas.
El lector colombiano, a
quien de ordinario se señala como uno de los responsables de nuestro
subdesarrollo literario, había respondido de un modo espectacular al más audaz
de los experimentos culturales llevados a cabo en Colombia. El balance, en
cambio, no es igualmente favorable a los autores.
De las obras que
integraban el Primer Festival del Libro Colombiano, ninguna era inédita y ni
siquiera la más reciente de ellas se había escrito en los últimos cinco años.
Las “Reminiscencias” de J.M. Cordovez Moure, el libro más antiguo de la colección
había sido escrito a partir de 1870. “La hojarasca”, de Gabriel García Márquez,
el más reciente había sido escrito en 1954. La selección se había hecho con un
criterio tan drástico, que solo uno de los escogidos no podía considerarse como
un autor consagrado. De modo que aquellos libros, incluidas las antología de
cuento y poesía, y agregando “María” y “La Vorágine”, podían admitirse en
líneas generales como una síntesis aceptable de un siglo de literatura
colombiana.
Ahora bien: el menos
prevenido de los críticos podría observar que ninguno de los autores del Primer
Festival del Libro tiene una obra de alcance universal. Germán Arciniegas, el
más prolifero y metódico de todos, el único autor colombiano que disfruta de un
mercado internacional seguro y también el único que puede definirse como un
escritor profesional, no podría considerarse como un creador. Tomas
Carrasquilla nuestro esplendido narrador, no alcanzo a estructurar en caso 50
años de nuestro intenso ejercicio literario una obra capaz de defenderse
universalmente, no por falta de talento creador, sino por limitaciones de su
idioma localista. Ningún autor colombiano, hasta hoy, tiene una obra robusta,
que pueda compararse, apenas por ejemplo, a la del venezolano Rómulo Gallegos o
a la del chileno Pablo Neruda, o a la del argentino Eduardo Mallea.
Los festivales del
libro, que restablecieron el prestigio del comprador colombiano, resquebrajaron
en menos de un año el falso prestigio de la literatura nacional. Es probable
que el próximo certamen de esa clase se aplace indefinidamente, mientras se
encuentran los libros colombianos para integrar la nueva colección. No hay sin embargo,
en la árida llanura de las letras nacionales, un solo indicio de que esos
libros aparecerán en los próximos años. Basta ser un lector exigente para
comprobar que la historia de la literatura colombiana, desde los tiempos de la
Colonia, se reduce a tres o cuatro aciertos individuales a través de una maraña
de falsos prestigios. Se suele combatir este argumento con el asfixiante
inventario de los libros publicados en Colombia en los tres siglos pasados.
Antonio Curcio Altamar, el más honrado contabilista de la novela colombiana,
alcanzó a clasificar cerca de 800 novelas aparecidas entre 1670 y 1953, en un
país donde la narración no ha sido el género más fecundo. Pero el problema no
es de cantidad sino de nivel.
Seis grandes puntos de
referencia podrían servir de apoyo para establecer los colosales vacíos de la literatura colombiana. Desde “El
Carnero” de Rodríguez Freyle, hasta “María” de Jorge Isaacs, transcurrieron 200
años y 60 más hasta la aparición de “La Vorágine” de José Eustacio Rivera.
Desde la muerte de Hernando Domínguez Camargo en 1669, hubo que esperar 200
años la aparición de Rafael Pombo y José Asunción Silva y otros 60 años la
aparición de Porfirio Barba Jacob. Una crítica seria, en un país en el cual
solo puede hablarse con justicia de libros sueltos, se habría detenido a
esperar en Tomas Carrasquilla, hace 20 años y aun seguiría esperando.
La reacción más saludable
de la poesía colombiana en el presente siglo, fue la irrupción del grupo
identificado con la insignia de “Piedra y Cielo”. Ellos tuvieron el mérito
colectivo de haber puesto al país, no sin cierta violencia necesaria y no sin
cierto retraso, en la onda de la poesía universal. En virtud de aquella
subversión, la poesía colombiana salió del carril formal por donde venía
rondando y se incorporó con una sensibilidad nueva a una nueva manera de
expresión. Pero a 20 años del fogonazo piedracielista, que tuvo un valor más
histórico que estético, no parece que el cambio de carriles hubiera conducido a
un territorio más fértil.
No hemos sido más
afortunados en el campo de la ficción. Hace unos meses, el suplemento literario
de “El Tiempo” patrocinó un concurso nacional de cuentos. En el término
establecido, 315 trabajos se presentaron a la consideración del jurado. Pero
los tres cuentos premiados después de un dispendioso proceso de eliminación, no
revelaron al cuentista inédito que se suponía en la provincia remota, asfixiado
por el centralismo intelectual. Frente a los cuentos premiados, de una calidad
corriente, una pregunta se imponía: “¿Cómo serían los 312 descartados?”.
Por supuesto, era
ingenuo aspirar a que un concurso despejara el misterio del cuento nacional.
Una de las más completas antologías del género que se han publicado en Colombia
– la de Eduardo Pachón Padilla, editada en 1959 por el Ministerio de
Educación—reveló que en el país se han escrito algunos cuentos buenos, pero no
ha habido un buen cuentista. En realidad, los pocos cuentos buenos no los han
escrito los cuentistas; y a la inversa, los cuentistas consagrados no han
escrito los mejores.
El caso de la novela se
presta a otro curioso examen. Jorge Isaacs solo escribió “María”. Eustaquio
Palacios solo escribió “El alférez real”, Eduardo Zalamea Borda, por
circunstancias que solo sus lectores diarios y sus amigos podemos entender,
escribió “Cuatro años a bordo de mí mismo”, hace ya un cuarto de siglo. En
cambio Arturo Suarez escribió 6 novelas y JM Vargas Vila escribió 27. La
conclusión podría parecer superficial, pero es perfectamente demostrable: solo
los malos novelistas colombianos han escrito más de una novela. De manera que
quienes estaban capacitados para estructurar una obra sólida, que contribuyera a
enriquecer con valores reales la literatura nacional, se han quedado en la
anunciación mientras que el gran torrente novelístico se ha nutrido de la
mediocridad.
Sin duda, uno de los
factores de nuestro retraso literario, ha sido esa megalomanía nacional – la
forma más estéril de conformismo—que nos ha echado a dormir sobre un colchón de
laureles que nosotros mismos nos encargamos de inventar. Países
latinoamericanos, que tienen de su propia literatura un concepto menos
grandilocuente que el que tenemos nosotros tenemos de la nuestra, han alcanzado
modestamente la merecida atención del público internacional. Nosotros en cambio
seguimos nutriéndonos del sentimiento de superioridad que heredamos de nuestros
antepasados por la versión a cinco idiomas de “María”, escrita hace 109 años y
por la versión a ocho idiomas, inclusive el chino, de “La Vorágine”, escrita
hace 35. Es hora de decir que es absolutamente falso que el mundo esté
pendiente de nuestra literatura. El poeta español Gerardo Diego, decía alguna
vez en privado: “Los colombianos no han dado un grande escritor; y lo merecían,
porque han trabajado mucho”. Acaso hayamos trabajado mucho, ciertamente, pero
no por el camino acertado.
Hablando en términos
generales, en tres siglos de literatura colombiana no se ha empezado todavía a
echar las bases de una tradición; no han surgido ni siquiera los elementos de
una crítica valorativa seria, ni comienza a crearse las condiciones para que se
produzca entre nosotros el fenómeno del escritor profesional. En Colombia se
han ensayado todas las modalidades y tendencias de la novela y la narración. Se
han experimentado todos los manierismos poéticos e inclusive buscando de buena
fe nuevas formas de expresión.
Pero, aparte de que las
modas nos han llegado tarde, parece ser que nuestros escritores han carecido de
un autentico sentido de lo nacional, que era sin duda la condición más segura
para que sus obras tuvieran una proyección universal. En la segunda mitad del
siglo XIX, mientras el hombre colombiano padecía el drama de las guerras
civiles, los escritores se habían refugiado en una fortaleza de especulaciones
filosóficas y averiguaciones humanísticas. Toda una literatura de
entretenimiento, de charrasquillos y juegos de salón prospero en el país,
mientras la nación hacia el penoso tránsito hacia el siglo XX. Los costumbristas
no se interesaron por el hombre sino en la medida que constituía el elemento
más pintoresco del paisaje. En la edad de oro de la poesía colombiana, se
escribieron algunos de los mejores poemas europeos del continente. Pero no se hizo literatura
nacional.
Es explicable por tanto
que la única explosión literaria de legítimo carácter nacional que hemos tenido
en nuestra historia – llamada “novela de la violencia”—haya sido un despertar a
la realidad del país literariamente frustrado. Sin una tradición, el primer
drama nacional de que éramos conscientes nos sorprendía desarmado. Para que la
digestión literaria de la violencia política se cumpliera de un modo total, se
requería un conjunto de condiciones culturales preestablecidas, que en el momento
crítico hubieran respaldado la urgencia de la expresión artística.
En realidad, Colombia
no estaba culturalmente madura para que la tragedia política y social de los
últimos años nos dejara algo más que medio centenar de testimonios crudos, como
es el caso, y nutriera una manifestación literaria de cierto alcance universal.
El esfuerzo universal, el puro trabajo físico, puede producir un escritor
esporádico y es de todos modos condición indispensable de la creación, pero ni
la sucesión ni la coincidencia de unos cuantos escritores conscientes en tres
siglos, pueden producir una autentica literaria nacional. Al parecer, ese es el
caso de Colombia.
Incidentalmente, habría
que decir en favor de esos buenos escritores eventuales, que su obra es tanto
más meritoria en Colombia cuanto que ha sido un trabajo de horas escamoteadas a
la urgencia diaria. No existiendo las condiciones para que se produzca el
escritor profesional, la creación literaria queda relegada al tiempo que dejen
libre las ocupaciones normales. Es, necesariamente una literatura de hombres
cansados.
Por el contrario, tal
vez la falla principal que podría señalarse a muchos de nuestros escritores,
especialmente en los últimos tiempos, es no tener conciencia de las
dificultades físicas y mentales del oficio literario. Grandes escritores han
confesado que escribir cuesta trabajo, que hay una carpintería del a literatura
que es preciso afrontar con valor y hasta con un cierto entusiasmo muscular. La
creación literaria solo por decirlo, gráficamente, es un trabajo de hombres.
No es sorprendente que
después de la frustrada explosión de “la novela de la violencia”, Colombia haya
caído en un estado de catalepsia intelectual. Antes, al menos, había una
producción masiva de mala literatura. Hoy no tenemos nada. Puede sospecharse,
inclusive que ya no se escriben los sonetos de amor del bachillerato, que
parecía ser un signo definido de nuestra nacionalidad. Con una ligereza que no
es más que un síntoma de apoltronamiento crítico, se trata de explicar esta
extremada pauperización de la literatura colombiana como el resultado de una
nueva preocupación colectiva: la tecnificación de la vida. La situación de la
pintura en Colombia podría ser una buena réplica.
Los pintores tuvieron
la suerte de que Colombia no hubiera sido considerada nunca como un país de
pintores. Conscientes de ser los responsables de una función artística nueva,
sin estrepitosos antecedentes en el país, los pintores colombianos han empezado
por el principio, aprendiendo duramente su arte y su oficio, y ejerciendo al
mismo tiempo una vigorosa presión contra el medio. Puede comprobarse que el
medio ha empezado a responder. En la
actualidad, contamos con un grupo de pintores que pintan ocho horas al día y
que con una admirable conciencia profesional están echando las bases de un
movimiento pictórico colombiano de proyecciones internacionales.
No es enteramente
casual que este buen viento que sopla al norte de la pintura, haya coincidido
con la aparición de una crítica seria e independiente, de una intransigencia
necesaria. Lo más saludable que podría ocurrirle al a
literatura es la aparición de una crítica semejante. Se ha escrito varias veces
la historia de la literatura colombiana. Se han intentado numerosos ensayos
críticos de autores nacionales, vivos y muertos, y en todo tiempo. Pero en la
generalidad de los casos esa labor ha estado interferida por intereses
extraños, desde las complacencias de amistad hasta la parcialidad política, y
casi siempre distorsionada por un equivocado orgullo patriótico. De otra parte,
la intervención clerical en los distintos frentes de la cultura ha hecho de la
moral religiosa un factor de tergiversación estética.
La generalidad de los
estudios críticos que se escriben en Colombia son eruditos análisis de una
obra, de las influencias del autor y hasta de su personalidad psicológica.
Sabemos, por esos estudios, que Guillermo Valencia fue un poeta parnasiano, que
sus hemistiquios eran perfectos y que abrió una ventana por donde entró el
viento modernista a renovar el aire enrarecido del romanticismo. Pero nadie nos
ha demostrado, de un modo autorizado y definitivo, si era un poeta bueno o
malo, ni por qué fue necesario el posterior y esplendido terrorismo poético de
Luis Carlos López. La crítica colombiana ha sido una dispendiosa tarea de
clasificación, una labor de ordenamiento histórico, pero solo en casos excepcionales
un trabajo de valoración. En tres siglos, aún no se nos ha dicho qué es lo que
sirve y qué es lo que no sirve de la literatura colombiana. De este modo, el
escritor está obligado a ser responsable solo ante sí mismo.
La literatura
colombiana, en conclusión general, ha sido un fraude a la nación.
0 comentarios:
Publicar un comentario