C’est tenter l’homme
que de lui laisser un
choix.
D.A.F. de Sade
(La philosophie
dans le boudoir)
A penas libre de la
relegación secular, Sade debe sobre-llevar el peso de la mistificación. Su mito
es —digámoslo así— una invención de nuestro siglo, en la cual encontramos a
cada paso profunda relación entre la fábula y la necesidad. Esta circunstancia
contiene, no sólo un testimonio, sino también la intensidad de una solicitación
humana. Nacido el dos de junio de 1740 y muerto el dos de diciembre de 1814,
Donatien-Alphonse-François de Sade previó el vasto silencio hecho sobre su
nombre durante una centuria: "La fosa ya recubierta, que se siembren
encima semillas, para que con el tiempo, al quedar el terreno de dicha fosa de
nuevo guarnecido y el montículo forrado de yerba como antes, los rastros de mi
tumba desaparezcan de la superficie de la tierra, del mismo modo que mi memoria
desaparecerá del espíritu de los hombres, a excepción —sin embargo— de aquellos
pocos que han querido amarme hasta el último momento". Sólo a comienzos
del siglo XX 1 se le abrió sitio en la historia de la literatura francesa. Este
reconocimiento tardío implica, desde luego, una suerte de destino significante.
En efecto, si bien las ideas filosóficas de Sade entroncan directamente con el
racionalismo un tanto simple de su tiempo (el "Diálogo entre un sacerdote
y un muribundo" 2 fue escrito siete años antes de la Revolución Francesa),
la complejidad de su tentativa humana, trascendida en su obra literaria, se une
de manera orgánica al centro mismo de la problemática moral de nuestra
época.Indicio de ello es, por ejemplo, la poderosa influencia del Sade del
"Diálogo" sobre el gide moralista de Los nuevos alimentos terrestres.
Simone de Beauvoir —en su ensayo "¿Es preciso quemar a Sade?"— dice
atinadamente que "las anomalías de Sade toman valor desde el momento en
que, en lugar de sufrirlas como una naturaleza dada, él elabora un inmenso
sistema con el fin de reivindicarlas". Más adelante, agrega: "Sade
trató de convertir su destino psicofisiológico en una escogencia ética".
La tentativa del Marqués es moral, en el sentido de que, por medio del exceso y
de la ejemplaridad de su autodestrucción, pretendió aniquilar las apariencias
de una ética generalizadora y echar las bases de otra que armonizara con las
naturalezas singulares —esas mismas que, a partir de Dostoievski y Freud, hemos
empezado a considerar, no como la excepción, sino como la inmensa mayoría de
una humanidad exclusivamente observada a través de un proceso de simple adición
de subjetividades—. La evidente relación —hasta ahora no suficientemente
subrayada— del tono y del movimiento de ideas en la obra de Sade, no sólo con
los enciclopedistas propiamente dichos, sino también con los moralistas
clásicos, no debe engañarnos sobre el carácter de sus medios, que no son ni la
razón —aun cuando él mismo haya expresamente afirmado lo contrario en el
"Diálogo"— ni la libertad. Su experiencia se basa en el exceso 3 y
esta circunstancia nos permite fijar los límites y comprender las
peculiaridades de su empresa. El exceso imaginativo, más que el carnal, es en
última instancia una forma de autocoacción. Sin pretender jugar con términos
que han pasado ya al vocabulario corriente de la psicopatología, podríamos
afirmar que hay algo de masoquista en el desbordamiento de Sade. Parece lógico
que este gran voluptuoso mental hallara cierto placer, no sólo en el proceso
intenso de su propia destrucción, sino también en la ruptura de su comunicación
con la sociedad, al asumir escándalos que lo relegarían y separarían
definitivamente, y que conciencia tan alerta como la suya aceptara —en contra
del mismo instinto creativo— el riesgo inherente a una obra extrema 4. Simone
de Beauvoir anota muy justamente que Sade realiza su erotismo a través de su
obra literaria. En efecto, lo imaginario permite una infinitud de combinaciones
sexuales, que en la vida real la misma materialidad del cuerpo, por un lado, y
el marco social, por el otro, hacen imposible. Pero deducir de esto que Sade
pretendía, amparándose tras la escritura, salvaguardar su comunicación con la
sociedad, resulta, a nuestro entender, un tanto forzado y contradictorio.
Juzgamos más probable que fuera precisamente esa realización suprema de su
erotismo lo que más contribuyó a agotar sus posibilidades comunicativas, puesto
que una colectividad podría hasta aceptar cierta libertad de costumbres e, incluso,
cierto libertinaje; pero de ninguna manera una obra literaria que transformara
en signo dicha libertad y dicho libertinaje y les diera, por lo tanto, un
carácter aclarador y universal. El Sade libertino del castillo de Coste resulta
a la larga inofensivo —los escándalos pasan y el olvido los acoge
generosamente—; pero el Sade escritor es infinitamente más peligroso, porque su
acción se incrusta dentro de un movimiento que escapa a la temporalidad. Si
Sade acepta tal riesgo, es porque su objetivo es testimoniar ante lo absoluto,
fijar su majestuosa figura erótica ante poderes ininteligibles y demoníacos.
En el universo de Sade
cada criatura trata de realizarse sin comunicarse con las otras. Cada personaje
afronta el mundo de los destinos imaginarios. El Sacerdote y el Moribundo no
dialogan nunca. Uno y otro prosiguen, aislados, sus discursos. Sus pausas no
implican el acto de escuchar: son los momentos en que el ser se repliega sobre
sí mismo, antes de continuar su solitario alegato. Los héroes de Sade no
comunican con la carne que zajan, no le dan al otro el placer, se niegan a
fundirse en el nudo carnal; están perpetuamente aparte, tensos dentro de un
proyecto que los depasa. En su aislamiento magnífico parecen afirmar que el
negocio es entre ellos y una trascendencia que no alcanzan, pero tampoco
rechazan. Sus discursos no son la búsqueda de Dios, sino del sitio que Dios ha
dejado al desaparecer. La gran flaqueza de Sade es su incapacidad de asumir el
vacío. Hay testimonios de que la sola mención de la muerte lo espantaba. En su
alergia ante la nada 5 radica el hecho de que nunca haya sido un verdadero
ateo. De la misma manera que la revuelta de Nietzsche dimite ante la concepción
de los ciclos eternales, el divino marqués transige con lo absoluto. Imposibilitado
para descubrir el ser en los otros e incapaz, no sólo de ser lo que es, un ser
para la muerte, sino también de negar toda trascendencia inhumana, solo dentro
de un mundo hostil y solo ante un cielo adverso. Sade testimonia por sí mismo y
contra todo, testimonia por cada hombre de carne y hueso, aislado, ambiguo e
impotente, y contra el orden de la especie. Es entonces que, desterrado de la
ciencia del ser, entra por la puerta falsa al reino moral. Si para esquivar la
nada, Sade ha alienado su libertad; si por abdicar ante lo absoluto, ha
renunciado a lo que hubiera podido ser la más extraordinaria aventura
metafísica, no es menos cierto que ha aceptado pagarlo con su propia
destrucción y que ha vivido hasta lo último, hasta el aniquilamiento, sus
contradicciones, sus traiciones, sus debilidades. "Encontramos —dice
Albert Camus— una idea desarrollada por Sade: el que mata debe pagar con su
persona. Vemos claramente que Sade es más moral que nuestros
contemporáneos". En última instancia, Sade ha corrido el mayor de los
riesgos: asumir la condición real de un hombre y no una condición humana ideal.
Al testimoniar así, zapa los fundamentos de una ética generalizadora; al
rechazar los esquemas de una conducta, la peculiaridad de su ambición moral comienza
a tornarse válida para los otros hombres. A Sade podemos aplicarle lo que
escribe Camus, refiriéndose a Nietzsche: "La moral tradicional no es para
él sino un caso especial de inmoralidad". Llegados a tal punto, nos
sorprendemos: fascinados por el espectáculo de su descomposición, se nos había
escapado que el Marqués ha sabido oponerle una figura auténtica al tiempo.
Ahora nos damos cuenta de que su empresa ha superado las propias contingencias
de su época. El hecho de que una tentativa aniquile a su autor, no significa
que necesariamente ella cese de existir como tentativa. La de Sade toma
importancia reveladora precisamente en nuestro tiempo porque, implicando el
desacuerdo entre un destino humano proyectado hacia lo absoluto y la
temporalidad de formas sociales dadas, la percibimos incorporada a nuestra
situación en un instante en que las apariencias morales de un orden, condenado
como el de los años anteriores a 1789, entran en crisis y se disocian de
nuestra ambición ontológica. De ahí que un fracaso histórico pueda alcanzar la
ejemplaridad.
Colocado dentro de sus
límites, Sade comienza a mostrarnos su aptitud para lo ambiguo6 . Hay que saber
separar en su obra todo lo que es alegato temporal, o táctica destinada a los
poderes del momento, de aquello que constituye su pensamiento auténtico. Pero
el solo hecho de que debamos llamar la atención sobre este punto, y sobre las
frecuentes contradicciones e incoherencias de su literatura, denuncia ya una
relación equívoca. En la personalidad del Marqués la farsa y la verdad están
agresivamente unidas, no pueden existir sino mistificándose mutuamente, se
atraen y rechazan dentro de una constante inversión de papeles, en cuyo
movimiento perpetuo la una toma a cada instante la apariencia de la otra 7 .
Para no dar el último salto a la nada y, no obstante, salvaguardar su empresa
ética; para cumplir un proyecto que lleva consigo la destrucción y, sin
embargo, preservar su figura, Sade entra en componendas. Ya hemos dicho que su
ateísmo resulta poco convincente. En algunos de sus discursos, apenas sí
reemplaza el dios antropomórfico de los cristianos por un dios vago, cuyo
cuerpo son todas las fuerzas benévolas y las energías demoníacas de una
naturaleza tan omnipotente a la larga como el Padre Eterno. Su fe en una razón
abstracta tiene, en última instancia, el mismo carácter que la fe de los
católicos en la divinidad. Más aún —e ignoramos si alguien ha llamado la
atención sobre ello— su actitud frente a Cristo está llena de inconsecuencias.
Uno de los cargos más graves que el Marqués retiene contra Jesús de Galilea es
el de sedicioso. Indudablemente la calidad más resaltante que para un
no-cristiano anticonformista tiene la personalidad histórica de Cristo es la de
revolucionario —tanto en el sentido moral como en el sociológico—, y resulta
sorprendente ver al sedicioso ético que es Sade denigrándolo por ello 8. La
contradicción nos asombra en el primer instante porque los comentadores de Sade
no han subrayado suficientemente su oportunismo, ni mucho menos el hecho —rico
en perspectivas— de que se trata de un oportunismo dramático. Realista bajo el
rey, republicano bajo la república, ¡el Marqués es encarcelado por el rey y por
la república! Hay momentos, desde luego, en que Sade acepta utopías sociales
avanzadas —los grandes sueños estructurales eran el tema de su época—; pero el
movimiento de su espíritu y de su vida no parecen indicar que esto obedezca a
una intencionalidad entrañable. Camus anota al respecto:
Sin duda Sade ha soñado
en una república universal, cuyo plan nos los expone a través de un sabio
reformador, Zame. Así nos muestra que una de las direcciones de la revuelta es
la liberación del mundo entero. Pero todo en él contradice este sueño piadoso.
No es amigo del género humano. Odia a los filántropos. La igualdad de que habla
a veces es una noción matemática; la equivalencia de los objetos que son los
hombres, la abyecta igualdad de las víctimas. La República de Sade no tiene la
libertad como principio, sino el libertinaje.
En realidad, la
burocracia represiva de la sociedad, sea realista o republicana, le resulta
necesaria porque le permite trasladar al exterior su yo masoquista y atribuir
su autodestrucción a la acción de poderes extraños. La situación de clase del
Marqués nos aclara hasta cierto punto sobre sus anomalías (la condición de
aristócrata implica cierta pasividad, cierta actitud femenina ante el rey. Toda
corte se parece a un serrallo por sus inevitables conflictos de celos,
prelaciones y favoritismos). Para Sade el Estado, esa concreción coactiva de la
colectividad, se transforma en sujeto penetrador y viril, mientras él mismo (el
Marqués) se percibe como objeto penetrado. Para sobrellevar sus propios excesos
imaginativos, para poder devenir, Sade proyecta sobre el mundo un esquema varonil
y flagelador, que luego se vuelve contra él convertido en imposición de
omnímodas fuerzas externas o en tiranía de una naturaleza demoníaca. Sólo así
puede sustraerse, esporádicamente, a su propia responsabilidad. Se trata de una
defensa de carácter vital, subconsciente, semejante de cierta manera a los
juegos matemáticos que hacía en prisión. Pero también sería ilícito pensar en
un movimiento de su propio demonio que creara una situación parecida al
exorcismo, en la cual él hiciera a la vez de exorcizador y poseído. Sade no
puede, pues, rebelarse contra la totalidad de la sociedad, sino solamente
contra aquella parte formada por las costumbres y apariencias morales que se
oponen directamente a sus propias inclinaciones. Dentro del mecanismo que hemos
intentado describir, el Marqués se halla en posición de rebelarse o
contemporizar, según la oportunidad. La lucidez que le permite ver las normas
éticas fijas como temporales y en desacuerdo con el doble ritmo de la
naturaleza y de la subjetividad humana, debe ser colocada dentro del marco de
una gran servidumbre. Su ambigüedad política, que al principio se nos presenta
como destino, no es en el fondo sino la dramática limitación de una empresa que
insurge contra lo temporal y transige con lo absoluto; pero esta tensión
interna lo sitúa en el nudo mismo de la tragedia y nos ofrece su obra como
aclaradora de nuestra condición, de la misma manera que el conflicto entre la
fatalidad y los proyectos individuales en la tragedia griega preserva, a
intención nuestra, la densidad humana de una sociedad para siempre abolida.
Rechazado por la historia, es en la historia de nuestro tiempo que Sade alcanza
su doble aspecto de mito en plenitud y de aleccionadora desnudez vital. La
ejemplaridad de un fracaso comienza a ser fructuosa, cuando advertimos que ha
sido lograda a expensas de un ser que supo reivindicar el absurdo de una
condición real. No resulta, por lo tanto, desmerecedora, ni siquiera extraña,
la posibilidad de que —contra el desenlace
mismo del texto— en el "Diálogo entre un sacerdote y un moribundo" el
Sacerdote haya terminado por triunfar. En efecto, Sade en algunos de los años
de su vejez no sólo aceptó escribir una obra, en el asilo de Charenton, para
celebrar la visita del Arzobispo de París, sino que el día de Pascuas sirvió de
pan bendito y recogió el óbolo en la iglesia de la parroquia.
Este artículo fue publicado por primera vez en la Revista Mito N. 1, Año 1, abril-mayo, 1955.
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