Perú (*)
Por Stefan Baciu:
Es difícil encontrar en
Latinoamérica un ambiente más hostil y cerrado hacia el espíritu renovador de
la vanguardia que la ciudad de Lima en la década de los años de la formación
del surrealismo: los 20 y los 30. En un poema famoso hoy en día, César Moro
expresó esta idea –en un momento de ira poética– escribiendo desde «Lima la
horrible». Más tarde, el ensayista y poeta parasurrealista Sebastián Salazar
Bondy, escribió un libro de análisis social bajo este título.
Tal idea está presente en varios
poemas de César Vallejo, y el universo poético de José María Eguren representa
una silenciosa protesta en contra de este mundo: largas épocas de dictadura
militar, censura de la imprenta, aislamiento cultural, obligando a muchos de
los escritores a buscar el camino del exilio o a esconderse en el exilio
interior, como ha sido el caso de Eguren.
En estas condiciones, es
imposible hablar de un movimiento surrealista en el Perú, pero
–paradógicamente– éste existió a través de la actividad poética y editorial de
dos hombres: César Moro y Emilio Adolfo Westphalen. El trabajo que estos dos
han desarrollado desde el instante en que empezó a sentirse en Lima la
llamarada surrealista, sólo puede ser explicado debido a la pasión y a la
constancia ideológica y artística de ambos, a través de quienes vivió y se
manifestó el surrealismo en el Perú. Tan honda ha sido la influencia dejada por
Moro y Westphalen, que en dicho país se formó un aire surrealista, atrayendo a
veces la colaboración de poetas con ideas afines, como Rafael Méndez Dorich,
cuya obra sólo puede ser analizada dentro de la inquietud surrealista si se
desea captar lo más válido de sus trabajos. Al mismo tiempo, las chispas o
instantes surrealistas en la obra de Xavier Abril y Alberto Hidalgo, y hasta en
la poesía nativista de un poeta tan peruano como Alejandro Peralta, pueden ser
mejor comprendidas si las analizamos considerando ciertas tendencias y técnicas
venidas directamente del aire surrealista.
Más tarde, se hizo en el Perú una
poesía parasurrealista bajo ciertas tendencias llegadas del surrealismo, sin
que los poetas necesariamente formaran parte del surrealismo o fueran sus imitadores.
Nunca será inútil subrayar que la poesía contemporánea peruana, una de las más
fuertes de Latinoamérica, vive en un aire semisurrealista que se manifiesta en
la obra de algunos de sus más destacados representantes. Todo esto se debe,
directa o indirectamente, a Emilio Adolfo Westphalen y, más específicamente, a
César Moro.
El primer sonido surrealista se
hace oír en Lima en 1933. En dicho año, Emilio Adolfo (von) Westphalen publica
su primer libro, Las ínsulas extrañas, en el cual se puede percibir, detrás de
un cierto acento místico, un fervor surrealista que crecería en sus poemas
ulteriores hasta hacerse más definido en su segundo –y hasta la fecha-– último
libro: Abolición de la muerte. Westphalen había sido discípulo de Martín Adán y
conocía bastante bien a los místicos españoles y a los expresionistas alemanes.
Su poesía, escasa pero fuerte, representa una mezcla de estos elementos, unidos
en el cemento de la poesía de André Breton. Pero 1933 es también el año en que
regresa de París, donde había vivido desde 1925, el poeta César Moro, que había
participado en París como integrante y colaborador del grupo surrealista,
siendo uno de los pocos, si no el único poeta latinoamericano que colaboró en
la revista Le surréalisme au Service de la Révolution. En estas circunstancias,
el regreso de Moro a Lima la horrible no significa la cristalización de su
poesía, puesto que siempre ha sido un experimentador y un trabajador
incansable. Aunque su actividad militante se hace más sentida, la publicación
de su primer libro (Le Chateau de Grisou) tardaría una década más (1943),
cuando sale de la ciudad de México, donde Moro había encontrado no sólo algunas
de sus más íntimas amistades sino también su expresión poética definitiva.
Moro ha sido un hombre totalmente
dedicado a su pasión poética, batallador intransigente, defensor de las causas
de la libertad, desde la guerra civil española hasta las maniobras stalinistas
en la poesía y en el arte latinoamericanos. Estas son, a nuestro juicio,
algunas de las razones ocultas que han contribuido al hecho que su poesía no
tenga en América la divulgación que merece.
El poeta y crítico francés André
Coyné ha sido su constante compañero durante los últimos años de su vida,
además de editor de su obra póstuma y prefaciador del catálogo de la exposición
de pintura donde se reveló otra faz de este múltiple artista. Coyné lo evoca
así: Nunca se hubiera humillado,
esclavizado tras el dinero –era cuestión de raza no de situación; pues, de
nacer en otro estado, hubiera sido rico tan naturalmente, tan espléndidamente y
con la misma liberalidad, la misma generosidad, rasgo permanente de su
carácter.
Pobre, atendía a sus amigos con
suntuosidad y el regalo de menos cuantía, escogido por él, parecía un regalo de
príncipe, una cosa única y, por algún detalle, inestimable. A los príncipes se
les conoce por lo que existen, no por lo que poseen o adquieren. Según las
circunstancias, entre 1925 y 1933, Moro pudo vivir en París en un cuartucho de
hotel, pasando hambre, o sentarse en la mesa del Vizconde de Noailles, bailar
en el «Boeuf sur le Toit» –variaciones de la suerte, no del genio–, a todas
partes podía ir, brillar, y luego recogerse en la soledad de «la noche oscura
del alma», sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía.
Místico sin religión definida, o
de mil religiones personales, fugitivas, encarnadas, era como si él lo hubiera
merecido todo desde siempre, como por «encanto»: parte del encanto, aquella
cortesía, a veces extremada, casi exagerada (él sabía por qué), pero nunca adulona
o de mal gusto, con que pasaba por el «mundo», «un mundo» al que sólo
pertenecía en cuanto le daba la gana: «ya ves que sí, pues no», como tantas
veces lo hemos oído advertir en forma inapelable. El retrato humano dibujado con
elegancia y exactitud se aplica también a la obra de Moro: a su poesía, a su
prosa crítica o polémica, a sus pasiones surrealistas que defendió hasta en
contra de… Breton, a todo lo que este artista hizo en las tres ciudades donde
desarrolló su vida y sus trabajos: Lima, París y México.
Hay que mencionar también algunas
de sus amistades, todas muy sólidas y bellas, verdaderas obras de arte:
Westphalen, Alina de Silva, Coyné, Xavier Villaurrutia, Agustín Lazo, Remedios
Varo y Rafael Méndez Dorich.
Dos años después del regreso de
Moro a Lima, comienza la actividad surrealista: la organización de una
exposición de pintura con la participación de los artistas (en su mayoría
chilenos): Jaime Dvor, Waldo Parraguez, Gabriela Rivadeneyra, Carlos Sotomayor,
María Valencia y César Moro. Se trata de un verdadero bofetón a la cursilería
oficialque dejó, subterráneamente, huellas profundas; constituyendo así una de
las primeras manifestaciones surrealistas en grupo (cosa tan al gusto de los
surrealistas) de Latinoamérica.
Durante el año de 1935 se publica
el libro de Westphalen. Un año más tarde, Moro se lanza en una polémica contra
Vicente Huidobro. Con la colaboración de algunos amigos, publica el folleto El
Obispo Embotellado, que causó ruido y protestas, caracterizándose como una de las
manifestaciones polémicas más virulentas del surrealismo peruano.
El año de 1939 marca la
publicación de un solo número de la revista El Uso de la Palabra, cuyos
editores fueron Moro y Westphalen. Se trata de una hoja típicamente
surrealista, abiertamente internacionalista, donde escriben –fuera de Moro y de
Westphalen– Agustín Lazo, Alice Paalen, Rafo Méndez (Rafael Méndez Dorich),
Juan Luis Velásquez, en conjunto con traducciones de Breton y de Éluard. Aunque
Moro ya estaba en México, su nombre sale al lado del de su amigo Westphalen,
quien más adelante prolongaría este único número en Las Moradas (1947-1949),
revista parasurrealista donde Moro escribe con frecuencia, en la década del 60
en Amaru, donde se reproducen varios trabajos y dibujos de Moro, siempre
presente en la renovación peruana. Westphalen sigue siendo, aunque con medios
diferentes a los difíciles comienzos de las publicaciones surrealistas, el
defensor y el propagador de la «idea»: Amaru, que no sólo fue una de las
revistas importantes de Latinoamérica en ños últimos años de la década del 60,
sino también que se publicó como revista de la Universidad Nacional de
Ingeniería.
Si se hace el balance del
surrealismo peruano, se llega a la conclusión que, con los medios reducidos
apenas a dos hombres, uno de los cuales vivió casi dos décadas fuera del país,
se hizo mucho más que de lo que pudiera haberse hecho con grupos o con la ayuda
de galerías de arte y de protectores.
Siempre presente en el Perú, aún
durante sus ausencias, Moro significa «la otra cara» de Westphalen, de la misma
manera como se puede (y debe) decir que Westphalen es «la otra cara» de Moro.
No hubo aquel clásico «uno para todos, todos para uno», sino un desdoblamiento
de fuerzas creadoras, a veces muy distintas, que supieron unirse en una sola
idea.
El clima intelectual del Perú
contemporáneo no puede ser imaginado sin la contribución de César Vallejo y de
los dos surrealistas. Los libros de Moro y de Westphalen constituyen, hasta la
fecha, primicias bibliográficas; sin embargo, la cosa está en el aire. Se les
cita –a veces– sin profundo conocimiento, pero este hecho es también prueba
concreta de su existencia, de su valor y de su influencia. Los ensayos que
André Coyné publicó sobre Moro son hasta ahora los únicos textos válidos sobre
el poeta. Falta una edición con una completa crítica de su obra; falta también
un estudio global sobre los surrealistas peruanos –con todos los detalles e
implicaciones, que son más hondas de los que parecen ser a primera vista.
Como anteriormente señalamos, un
balance histórico del surrealismo nos revela la publicación de un solo número
de la revista El Uso de la Palabra en un tiraje bastante limitado. Se trata
únicamente del estallido de un petardo en medio del silencio oficial. Pero la
constante acción poética y polémica de Moro junto con la acción intelectual de
Westphalen sirvieron como indicadores de camino para las nuevas generaciones.
Además la contribución fundamental del surrealismo peruano a la literatura
continental ha sido la obra total de Moro, este Benjamin Péret del surrealismo
hispanoamericano, cuyo trabajo y cuyas acciones, sin que se note una visible
influencia del poeta francés, tienen puntos de contacto, constituyendo la
afirmación de un talento y de una dedicación a la idea, sin par y sin paralelo.
(*) Publicado en STEFAN BACIU,
Antología de la poesía surrealista latinoamericana, Ediciones Universitarias de
Valparaíso, Valparaíso, 1981.(págs. 139-144).
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