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domingo, 2 de febrero de 2014

PERÚ.


Perú (*)
Por Stefan Baciu:




Es difícil encontrar en Latinoamérica un ambiente más hostil y cerrado hacia el espíritu renovador de la vanguardia que la ciudad de Lima en la década de los años de la formación del surrealismo: los 20 y los 30. En un poema famoso hoy en día, César Moro expresó esta idea –en un momento de ira poética– escribiendo desde «Lima la horrible». Más tarde, el ensayista y poeta parasurrealista Sebastián Salazar Bondy, escribió un libro de análisis social bajo este título.

Tal idea está presente en varios poemas de César Vallejo, y el universo poético de José María Eguren representa una silenciosa protesta en contra de este mundo: largas épocas de dictadura militar, censura de la imprenta, aislamiento cultural, obligando a muchos de los escritores a buscar el camino del exilio o a esconderse en el exilio interior, como ha sido el caso de Eguren.

En estas condiciones, es imposible hablar de un movimiento surrealista en el Perú, pero –paradógicamente– éste existió a través de la actividad poética y editorial de dos hombres: César Moro y Emilio Adolfo Westphalen. El trabajo que estos dos han desarrollado desde el instante en que empezó a sentirse en Lima la llamarada surrealista, sólo puede ser explicado debido a la pasión y a la constancia ideológica y artística de ambos, a través de quienes vivió y se manifestó el surrealismo en el Perú. Tan honda ha sido la influencia dejada por Moro y Westphalen, que en dicho país se formó un aire surrealista, atrayendo a veces la colaboración de poetas con ideas afines, como Rafael Méndez Dorich, cuya obra sólo puede ser analizada dentro de la inquietud surrealista si se desea captar lo más válido de sus trabajos. Al mismo tiempo, las chispas o instantes surrealistas en la obra de Xavier Abril y Alberto Hidalgo, y hasta en la poesía nativista de un poeta tan peruano como Alejandro Peralta, pueden ser mejor comprendidas si las analizamos considerando ciertas tendencias y técnicas venidas directamente del aire surrealista.

Más tarde, se hizo en el Perú una poesía parasurrealista bajo ciertas tendencias llegadas del surrealismo, sin que los poetas necesariamente formaran parte del surrealismo o fueran sus imitadores. Nunca será inútil subrayar que la poesía contemporánea peruana, una de las más fuertes de Latinoamérica, vive en un aire semisurrealista que se manifiesta en la obra de algunos de sus más destacados representantes. Todo esto se debe, directa o indirectamente, a Emilio Adolfo Westphalen y, más específicamente, a César Moro.

El primer sonido surrealista se hace oír en Lima en 1933. En dicho año, Emilio Adolfo (von) Westphalen publica su primer libro, Las ínsulas extrañas, en el cual se puede percibir, detrás de un cierto acento místico, un fervor surrealista que crecería en sus poemas ulteriores hasta hacerse más definido en su segundo –y hasta la fecha-– último libro: Abolición de la muerte. Westphalen había sido discípulo de Martín Adán y conocía bastante bien a los místicos españoles y a los expresionistas alemanes. Su poesía, escasa pero fuerte, representa una mezcla de estos elementos, unidos en el cemento de la poesía de André Breton. Pero 1933 es también el año en que regresa de París, donde había vivido desde 1925, el poeta César Moro, que había participado en París como integrante y colaborador del grupo surrealista, siendo uno de los pocos, si no el único poeta latinoamericano que colaboró en la revista Le surréalisme au Service de la Révolution. En estas circunstancias, el regreso de Moro a Lima la horrible no significa la cristalización de su poesía, puesto que siempre ha sido un experimentador y un trabajador incansable. Aunque su actividad militante se hace más sentida, la publicación de su primer libro (Le Chateau de Grisou) tardaría una década más (1943), cuando sale de la ciudad de México, donde Moro había encontrado no sólo algunas de sus más íntimas amistades sino también su expresión poética definitiva.

Moro ha sido un hombre totalmente dedicado a su pasión poética, batallador intransigente, defensor de las causas de la libertad, desde la guerra civil española hasta las maniobras stalinistas en la poesía y en el arte latinoamericanos. Estas son, a nuestro juicio, algunas de las razones ocultas que han contribuido al hecho que su poesía no tenga en América la divulgación que merece.

El poeta y crítico francés André Coyné ha sido su constante compañero durante los últimos años de su vida, además de editor de su obra póstuma y prefaciador del catálogo de la exposición de pintura donde se reveló otra faz de este múltiple artista. Coyné lo evoca así: Nunca se hubiera humillado, esclavizado tras el dinero –era cuestión de raza no de situación; pues, de nacer en otro estado, hubiera sido rico tan naturalmente, tan espléndidamente y con la misma liberalidad, la misma generosidad, rasgo permanente de su carácter.

Pobre, atendía a sus amigos con suntuosidad y el regalo de menos cuantía, escogido por él, parecía un regalo de príncipe, una cosa única y, por algún detalle, inestimable. A los príncipes se les conoce por lo que existen, no por lo que poseen o adquieren. Según las circunstancias, entre 1925 y 1933, Moro pudo vivir en París en un cuartucho de hotel, pasando hambre, o sentarse en la mesa del Vizconde de Noailles, bailar en el «Boeuf sur le Toit» –variaciones de la suerte, no del genio–, a todas partes podía ir, brillar, y luego recogerse en la soledad de «la noche oscura del alma», sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía.

Místico sin religión definida, o de mil religiones personales, fugitivas, encarnadas, era como si él lo hubiera merecido todo desde siempre, como por «encanto»: parte del encanto, aquella cortesía, a veces extremada, casi exagerada (él sabía por qué), pero nunca adulona o de mal gusto, con que pasaba por el «mundo», «un mundo» al que sólo pertenecía en cuanto le daba la gana: «ya ves que sí, pues no», como tantas veces lo hemos oído advertir en forma inapelable. El retrato humano dibujado con elegancia y exactitud se aplica también a la obra de Moro: a su poesía, a su prosa crítica o polémica, a sus pasiones surrealistas que defendió hasta en contra de… Breton, a todo lo que este artista hizo en las tres ciudades donde desarrolló su vida y sus trabajos: Lima, París y México.
  
Hay que mencionar también algunas de sus amistades, todas muy sólidas y bellas, verdaderas obras de arte: Westphalen, Alina de Silva, Coyné, Xavier Villaurrutia, Agustín Lazo, Remedios Varo y Rafael Méndez Dorich.

Dos años después del regreso de Moro a Lima, comienza la actividad surrealista: la organización de una exposición de pintura con la participación de los artistas (en su mayoría chilenos): Jaime Dvor, Waldo Parraguez, Gabriela Rivadeneyra, Carlos Sotomayor, María Valencia y César Moro. Se trata de un verdadero bofetón a la cursilería oficialque dejó, subterráneamente, huellas profundas; constituyendo así una de las primeras manifestaciones surrealistas en grupo (cosa tan al gusto de los surrealistas) de Latinoamérica.

Durante el año de 1935 se publica el libro de Westphalen. Un año más tarde, Moro se lanza en una polémica contra Vicente Huidobro. Con la colaboración de algunos amigos, publica el folleto El Obispo Embotellado, que causó ruido y protestas, caracterizándose como una de las manifestaciones polémicas más virulentas del surrealismo peruano.

El año de 1939 marca la publicación de un solo número de la revista El Uso de la Palabra, cuyos editores fueron Moro y Westphalen. Se trata de una hoja típicamente surrealista, abiertamente internacionalista, donde escriben –fuera de Moro y de Westphalen– Agustín Lazo, Alice Paalen, Rafo Méndez (Rafael Méndez Dorich), Juan Luis Velásquez, en conjunto con traducciones de Breton y de Éluard. Aunque Moro ya estaba en México, su nombre sale al lado del de su amigo Westphalen, quien más adelante prolongaría este único número en Las Moradas (1947-1949), revista parasurrealista donde Moro escribe con frecuencia, en la década del 60 en Amaru, donde se reproducen varios trabajos y dibujos de Moro, siempre presente en la renovación peruana. Westphalen sigue siendo, aunque con medios diferentes a los difíciles comienzos de las publicaciones surrealistas, el defensor y el propagador de la «idea»: Amaru, que no sólo fue una de las revistas importantes de Latinoamérica en ños últimos años de la década del 60, sino también que se publicó como revista de la Universidad Nacional de Ingeniería.

Si se hace el balance del surrealismo peruano, se llega a la conclusión que, con los medios reducidos apenas a dos hombres, uno de los cuales vivió casi dos décadas fuera del país, se hizo mucho más que de lo que pudiera haberse hecho con grupos o con la ayuda de galerías de arte y de protectores.

Siempre presente en el Perú, aún durante sus ausencias, Moro significa «la otra cara» de Westphalen, de la misma manera como se puede (y debe) decir que Westphalen es «la otra cara» de Moro. No hubo aquel clásico «uno para todos, todos para uno», sino un desdoblamiento de fuerzas creadoras, a veces muy distintas, que supieron unirse en una sola idea.

El clima intelectual del Perú contemporáneo no puede ser imaginado sin la contribución de César Vallejo y de los dos surrealistas. Los libros de Moro y de Westphalen constituyen, hasta la fecha, primicias bibliográficas; sin embargo, la cosa está en el aire. Se les cita –a veces– sin profundo conocimiento, pero este hecho es también prueba concreta de su existencia, de su valor y de su influencia. Los ensayos que André Coyné publicó sobre Moro son hasta ahora los únicos textos válidos sobre el poeta. Falta una edición con una completa crítica de su obra; falta también un estudio global sobre los surrealistas peruanos –con todos los detalles e implicaciones, que son más hondas de los que parecen ser a primera vista.

Como anteriormente señalamos, un balance histórico del surrealismo nos revela la publicación de un solo número de la revista El Uso de la Palabra en un tiraje bastante limitado. Se trata únicamente del estallido de un petardo en medio del silencio oficial. Pero la constante acción poética y polémica de Moro junto con la acción intelectual de Westphalen sirvieron como indicadores de camino para las nuevas generaciones. Además la contribución fundamental del surrealismo peruano a la literatura continental ha sido la obra total de Moro, este Benjamin Péret del surrealismo hispanoamericano, cuyo trabajo y cuyas acciones, sin que se note una visible influencia del poeta francés, tienen puntos de contacto, constituyendo la afirmación de un talento y de una dedicación a la idea, sin par y sin paralelo.


(*) Publicado en STEFAN BACIU, Antología de la poesía surrealista latinoamericana, Ediciones Universitarias de Valparaíso, Valparaíso, 1981.(págs. 139-144).


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