De: Viajes en la cuerda floja, Editorial Emdymion, 2006.
“El viento se levanta. Apresúrate.
La vela bate a lo largo del mástil. El honor está en las lonas; y la
impaciencia sobre las aguas como fuego de la sangre”.
Saint-John
Perse
En medio de una
brevedad y un aura de silencio tormentosa para muchos, la obra del poeta
colombiano Aurelio Arturo (La Unión, Nariño, 1906-1974), deviene un momento
inevitable y definitivo para el surgimiento y posterior desarrollo de una
poesía auténticamente contemporánea, dotada de un vigor y una exactitud muchas
veces misteriosa, dentro del abundante mundo de papel sin vida que suele
escribirse (y publicarse), constituyendo toda una tradición retórica, en
Colombia. Retórica, decimos, en el sentido más peyorativo de la palabra,
incluso más allá de la concepción clásica citada por Ernst Robert Curtius: “ La
poesía es un discurso reducido a metro”. (Literatura Clásica y Edad Media
Latina).
En el caso nuestro y,
particularmente, en el del grupo conocido como Piedra y Cielo (surgido entre
1940 y 1950), la poesía más que reducirse a un metro se encasillaba dentro de
un espíritu “puro”, solemne, proverbialmente decoroso y puesto al servicio de
la más cándida y almibarada tradición, llegando a basar su trabajo en el empleo
de figuras como el “sobrepujamiento”, que el ya citado crítico alemán definía,
en el mismo texto, como una forma peculiar de la comparación destinada a
“alabar” a alguna persona o encomiar alguna cosa para “mostrar a menudo que el
objeto celebrado sobrepasa a todas las personas o cosas análogas”. (Op. Cit).
Y es que, en el caso de
los autores piedracelistas, era esencial el panegírico. La elegía, la
descripción minuciosa (y artificiosa) del ser amado y su aparente correlato, la
Patria (la cual, más allá de su dimensión bucólica, no era otra cosa que la
Nación gobernada por sus amigos políticos). Con suma facilidad se pasaba de
ser, tal cual lo hacen otros hoy en día, el cantor de Teresa (“en cuya frente
el cielo empieza”), a servir de altiva vedette en tertulias y cocteles para ser
consagrado, finalmente, funcionario y poeta oficial. Es por esto por lo que
nunca dejará de ser saludable considerar que Aurelio Arturo, no obstante su
oficio de abogado y los cargos ocupados en la rama judicial, siempre demostró
lo aconsejable del silencio y la conveniencia no sólo de leer y perseverar en
la poesía, sino de mantenerse apartado de conventillos y reuniones de
iniciados, con la marcada convicción de que la auténtica poesía es ajena, por
completo, a estos lugares.
Fernando PachecoHoy, cuando muchos pretenden
revivir el supuesto encanto de Piedra y Cielo, tal vez como una reacción a una
circunstancia social descarnadamente violenta y ante la cual toda pirueta
verbal corre el riesgo de ser aplastada por su contraparte, el panfleto, el
texto que convierte lo poético en sirviente de la denuncia y el mensaje,
conviene situar, así sea someramente, la obra de Aurelio Arturo en el difuso
proceso de la literatura escrita en Colombia a lo largo del siglo XX.
El rasgo más visible en
la producción de Arturo es la brevedad. Si consideramos su escritura en
conjunto o bien a nivel de cada poema, vemos que no es un poeta de palabra o
sentimiento fácil. Predominan en él la medida y una voluntad de rigor propias
de las exigencias de su visión. Sus poemas nos muestran un mundo ajeno, casi
por completo, a la aspereza de la vida cotidiana, a ese bostezar perpetuo del
hábito. Por el contrario, su palabra nos envuelve en un ensueño delicado, lento
y musical. Fascina su melodía a veces oscura pero, al final, siempre
fulgurante, de una luz excesiva contenida apenas por la mesura de su ritmo
verbal. Y es que su voz proyecta la densidad del sueño, un aire que todo lo
vuelve imaginario, irreal.
Es el mundo de lo
nocturno reconstruido a partir del canto y el goce de escribir: “¿Si de tierras
hermosas retorno / que traigo? ¡Me cegó su resplandor!” De esas tierras
silenciosas y deslumbrantes, de la noche callada el poeta sólo rescata
canciones que compensan la pobreza de sus manos vacías. Como en San Juan de la
Cruz, puede decirse que de la música callada del universo onírico, sólo
persiste la soledad sonora, un tejido de palabras que suprime el tiempo al
celebrar la materia poética. Largos corredores, oscuros salones, son el
continente de una tierra perdida, de un país lejano o acaso del extravío de una
mujer voluptuosa, el sonido de un piano o de unos ángeles revoloteando por la
casa. Quizás este sea el mundo del sur, donde soplara “El curvo viento” fértil
trayendo el sosiego con “franjas de aroma”. Un perfume, un sonido que
existieron hace tanto tiempo que ya no los percibimos en el tiempo, en la
memoria, sino que los sentimos en el ansioso preguntarse, en el asombrarse del
presente. Aquellos momentos no conocen desaparición en la mirada poética. Ésta
nunca pierde de vista el objeto de su conjetura, por eso la contemplación se
erige sobre un plano de eternidad. El pasado que se evoca “Importa como eterno
gozar de nuestro instante” de acuerdo con el verso de Luis Cernuda en un poema
de nombre por sí mismo revelador: “Las ruinas”. La continua vigencia del
ensueño late más allá del pasado en ruinas. El deseo muerto alcanza una
dimensión inapagable: “Aquí las ruinas no están quietas: / El viento las
modela...” (Eduardo Cote Lamus, Estoraques).
Los poemas de Aurelio
Arturo, aparentemente portadores de un paisaje nacional, expresan más bien, a
nuestro juicio, la flora de un país interior al que todo hacía creer como
extinguido (1). El territorio del sur, el de Morada al Sur (1963) — único libro
propiamente conocido de Aurelio Arturo, el de la poesía. Canta el júbilo de una
fecundidad sin muerte. Es la morada de la inocencia, una quietud no violada.
Esto por un lado, por otro restituye el itinerario de una culpa, de un “tic tac
profundo” que ensombreciera el paraíso. De nuevo acude la voz de Saint-John
Perse a estas páginas, no en vano sus obras se han asociado de alguna manera en
otras ocasiones: “Los grandes itinerarios todavía se iluminan en el reverso del
espíritu, como trazas de la uña en el vivo de los platos de plata”.
Este itinerario
adolorido del viento, quiere traer de nuevo al mundo la inocencia perdida. Tal
restitución, el afán de vivirla otra vez, es el móvil de la escritura. Es el
deseo, no la memoria, quien manipula su voluntad:
No
es para ti este canto que fulge de tus lágrimas,
No
es para ti este verso de melodías oscuras,
sino
que entre mis manos tu temblor aún persiste
y
en él el fuego eterno de nuestras horas mudas.
La poesía: “Fuego
eterno”, “Fiebre dormida”. La persistencia de un trozo de vida, de calor, anula
el frío yo razonable que desearía situar y clasificar su memoria. Arturo nos
revela que en este orden familiar y prosaico se deslizan sombras de pasiones más
bellas, ecos de la alegría despreciada cuando llegamos al “uso de razón”:
Yo
soy el que has querido, piel sinuosa,
Yo
soy el que tú sueñas, ojos llenos
de
esa sombra tenaz en que boscajes
abren
y cierran párpados serenos.
Fernando PachecoDurante la infancia estamos
conectados de verdad con nuestras raíces, convivimos con nuestros dioses
interiores, los dioses de la tierra. En este sentido, la infancia es la “edad
balsámica”, el fervor de una caricia apaciguadora. En medio de sus conflictos
todo es luz, algunos hombres nunca renuncian a ella. Prefieren morir,
desaparecer para el mundo fáctico y ser leales a la antigua poesía. A cada rato
parecen preguntarnos: “¿Te acuerdas de esos viajes bordeados de fábulas?”.
En este orden de
impresiones, la sangre, el corazón, las vibraciones de la carne son los pilares
del templo. En algún poema de Morada al Sur, el viento (imagen de libertad)
golpea contra la puerta, encuentra algo listo a impedir su camino. Sin embargo,
se trata de “un viento fértil”, además de persistente, y en él se “mece el
poema”. Cruzar aquel umbral, transgredir el sagrado recinto, es la aventura de
las palabras, el destino –casi siempre aciago– del poeta. Por eso él no vive al
norte, con los dioses del cielo, imágenes del ver adulto y sensato. Sus voces
vienen del sur y nunca dejan de retornar por sobre cualquier exigencia lógica.
Lo mejor (para enriquecer la vida presente) sería perdernos en la intensidad de
este absoluto, no vibrar con otra vida que su fuego. El canto es la nostalgia
de fundir la acción con el sueño:
Déjame ya ocultarme en tu recuerdo inmenso,
que me toca y me ciñe como una niebla
amante.
Volver al sur, a lo
primigenio y más auténtico. Origen que trasciende el mito del principio en el
tiempo. Incluso, este origen posee, por paradoja, un futuro. Es preciso cantar
mientras el sueño se cumple. El sur, infierno mágico, acaso el único destino
posible cuando el hombre quiere, en lugar de ser una categoría abstracta,
convertirse en un ser auténtico, identificado con la miseria de sus riquezas y
la fértil presencia de sus ausencias. En armonía con su naturaleza desea que la
noche y el día se confundan en el alejarse de nuestra persona, en el vacío
donde sólo la sangre, iluminándonos las venas, deja ver qué país corpóreo es
frecuentado por el sueño. Sed de forjarlo todo, diluyéndose en la nada:
En
esas cámaras yo vi la faz de la luz pura,
pero
cuando las sombras las poblaban de musgos,
allí
mimosa y cauta, ponía entre mis manos,
sus
lunas más hermosas la noche de las fábulas.
Fernando PachecoEn la obra de Aurelio Arturo
se respira un aura de embriaguez. Resulta válido indicar en él un gusto sensual
por la palabra, un placer de escritura. La tierra canta en sus versos. Su amor
por el ejercicio de la poesía está presente en todos sus textos, no suele
manejar ideas, lo seductor de su voz busca lo sensible, esa inmensa extensión
suave y sinuosa que es la piel de la amada. Y en este goce del decir se
transparenta, igualmente, una necesidad del conocimiento de sí mismo. Esta
necesidad torna a las palabras en espejos: “En ella nos miramos / para saber
quiénes somos”, escribe en un decisivo poema llamado “Palabra”, el cual
encierra una profunda reflexión acerca de la experiencia poética (2). La
palabra nos dice la verdad de estas batallas que nunca podrá asir la mano (y,
menos aún, la sana razón), nos dice que somos un signo del sueño, el rastro de
un viaje, y nos invita a confundirnos con ella en el trasfondo de la lluvia, en
el país de tambores:
Torna a esta tierra
donde es dulce la vida
De este modo, “los
muertos viven en nuestras canciones”, ayudándonos a mirar mejor las cosas, a
sentirlas más profundamente, con la paciencia de abrir quedamente un postigo.
Aurelio Arturo, su obra, su discreción, su manera de comprender la actividad
poética como algo completamente ajeno a un oficio, a un modus vivendi, enseñan
numerosas cosas, dando fe –al mismo tiempo– del sentido siempre radical de
renunciar a la habladuría para volver la vista hacia adentro, depurando así los
contornos del afuera, y ponerse a vivir (y, por qué no, a escribir) como quien
anda perdido en la oscuridad y presiente, de súbito, un fulgor que viene –en
último término– a conducirle hacia sí mismo. (3)
NOTAS
1. A este respecto, no
sobra recordar el texto del poeta Fernando Arbeláez publicado en 1964, donde,
por el contrario, la interpretación tiende a poner de manifiesto en Morada al
Sur, “las iniciales de una ontología lírica del paisaje americano …”
2. En cuanto a este
punto se refiere, sería importante indagar por dos momentos, marcadamente
distintos, en la obra de A. Arturo, determinados, al parecer, entre 1963 y
1973. Si bien ello desborda las pretensiones del presente comentario, no
olvidemos lo que, a este propósito, escribió Danilo Cruz Vélez en la revista
Golpe de Dados: “…en los últimos años de su vida, el autor de Morada al Sur ya
había roto el círculo mágico que había quedado encantado desde su primera
juventud. De la producción de este nuevo período que no sabemos cuándo comenzó,
conocemos sólo tres poemas (…) Después de su obra anterior, que es la de un
pequeño gran poeta, dichos poemas nos revelan la “manera grande” de su arte”.
3. Una versión
abreviada del presente trabajo, se publicó en la revista Acuarimántima, en
diciembre de 1974, en forma de homenaje al poeta, por entonces, recién
fallecido.
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