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viernes, 6 de junio de 2014

SADE CONTEMPORÁNEO. Por Jorge Gaitán Durán


C’est tenter l’homme
que de lui laisser un choix.


D.A.F. de Sade
(La philosophie dans le boudoir)




A penas libre de la relegación secular, Sade debe sobre-llevar el peso de la mistificación. Su mito es —digámoslo así— una invención de nuestro siglo, en la cual encontramos a cada paso profunda relación entre la fábula y la necesidad. Esta circunstancia contiene, no sólo un testimonio, sino también la intensidad de una solicitación humana. Nacido el dos de junio de 1740 y muerto el dos de diciembre de 1814, Donatien-Alphonse-François de Sade previó el vasto silencio hecho sobre su nombre durante una centuria: "La fosa ya recubierta, que se siembren encima semillas, para que con el tiempo, al quedar el terreno de dicha fosa de nuevo guarnecido y el montículo forrado de yerba como antes, los rastros de mi tumba desaparezcan de la superficie de la tierra, del mismo modo que mi memoria desaparecerá del espíritu de los hombres, a excepción —sin embargo— de aquellos pocos que han querido amarme hasta el último momento". Sólo a comienzos del siglo XX 1 se le abrió sitio en la historia de la literatura francesa. Este reconocimiento tardío implica, desde luego, una suerte de destino significante. En efecto, si bien las ideas filosóficas de Sade entroncan directamente con el racionalismo un tanto simple de su tiempo (el "Diálogo entre un sacerdote y un muribundo" 2 fue escrito siete años antes de la Revolución Francesa), la complejidad de su tentativa humana, trascendida en su obra literaria, se une de manera orgánica al centro mismo de la problemática moral de nuestra época.Indicio de ello es, por ejemplo, la poderosa influencia del Sade del "Diálogo" sobre el gide moralista de Los nuevos alimentos terrestres. Simone de Beauvoir —en su ensayo "¿Es preciso quemar a Sade?"— dice atinadamente que "las anomalías de Sade toman valor desde el momento en que, en lugar de sufrirlas como una naturaleza dada, él elabora un inmenso sistema con el fin de reivindicarlas". Más adelante, agrega: "Sade trató de convertir su destino psicofisiológico en una escogencia ética". La tentativa del Marqués es moral, en el sentido de que, por medio del exceso y de la ejemplaridad de su autodestrucción, pretendió aniquilar las apariencias de una ética generalizadora y echar las bases de otra que armonizara con las naturalezas singulares —esas mismas que, a partir de Dostoievski y Freud, hemos empezado a considerar, no como la excepción, sino como la inmensa mayoría de una humanidad exclusivamente observada a través de un proceso de simple adición de subjetividades—. La evidente relación —hasta ahora no suficientemente subrayada— del tono y del movimiento de ideas en la obra de Sade, no sólo con los enciclopedistas propiamente dichos, sino también con los moralistas clásicos, no debe engañarnos sobre el carácter de sus medios, que no son ni la razón —aun cuando él mismo haya expresamente afirmado lo contrario en el "Diálogo"— ni la libertad. Su experiencia se basa en el exceso 3 y esta circunstancia nos permite fijar los límites y comprender las peculiaridades de su empresa. El exceso imaginativo, más que el carnal, es en última instancia una forma de autocoacción. Sin pretender jugar con términos que han pasado ya al vocabulario corriente de la psicopatología, podríamos afirmar que hay algo de masoquista en el desbordamiento de Sade. Parece lógico que este gran voluptuoso mental hallara cierto placer, no sólo en el proceso intenso de su propia destrucción, sino también en la ruptura de su comunicación con la sociedad, al asumir escándalos que lo relegarían y separarían definitivamente, y que conciencia tan alerta como la suya aceptara —en contra del mismo instinto creativo— el riesgo inherente a una obra extrema 4. Simone de Beauvoir anota muy justamente que Sade realiza su erotismo a través de su obra literaria. En efecto, lo imaginario permite una infinitud de combinaciones sexuales, que en la vida real la misma materialidad del cuerpo, por un lado, y el marco social, por el otro, hacen imposible. Pero deducir de esto que Sade pretendía, amparándose tras la escritura, salvaguardar su comunicación con la sociedad, resulta, a nuestro entender, un tanto forzado y contradictorio. Juzgamos más probable que fuera precisamente esa realización suprema de su erotismo lo que más contribuyó a agotar sus posibilidades comunicativas, puesto que una colectividad podría hasta aceptar cierta libertad de costumbres e, incluso, cierto libertinaje; pero de ninguna manera una obra literaria que transformara en signo dicha libertad y dicho libertinaje y les diera, por lo tanto, un carácter aclarador y universal. El Sade libertino del castillo de Coste resulta a la larga inofensivo —los escándalos pasan y el olvido los acoge generosamente—; pero el Sade escritor es infinitamente más peligroso, porque su acción se incrusta dentro de un movimiento que escapa a la temporalidad. Si Sade acepta tal riesgo, es porque su objetivo es testimoniar ante lo absoluto, fijar su majestuosa figura erótica ante poderes ininteligibles y demoníacos.

En el universo de Sade cada criatura trata de realizarse sin comunicarse con las otras. Cada personaje afronta el mundo de los destinos imaginarios. El Sacerdote y el Moribundo no dialogan nunca. Uno y otro prosiguen, aislados, sus discursos. Sus pausas no implican el acto de escuchar: son los momentos en que el ser se repliega sobre sí mismo, antes de continuar su solitario alegato. Los héroes de Sade no comunican con la carne que zajan, no le dan al otro el placer, se niegan a fundirse en el nudo carnal; están perpetuamente aparte, tensos dentro de un proyecto que los depasa. En su aislamiento magnífico parecen afirmar que el negocio es entre ellos y una trascendencia que no alcanzan, pero tampoco rechazan. Sus discursos no son la búsqueda de Dios, sino del sitio que Dios ha dejado al desaparecer. La gran flaqueza de Sade es su incapacidad de asumir el vacío. Hay testimonios de que la sola mención de la muerte lo espantaba. En su alergia ante la nada 5 radica el hecho de que nunca haya sido un verdadero ateo. De la misma manera que la revuelta de Nietzsche dimite ante la concepción de los ciclos eternales, el divino marqués transige con lo absoluto. Imposibilitado para descubrir el ser en los otros e incapaz, no sólo de ser lo que es, un ser para la muerte, sino también de negar toda trascendencia inhumana, solo dentro de un mundo hostil y solo ante un cielo adverso. Sade testimonia por sí mismo y contra todo, testimonia por cada hombre de carne y hueso, aislado, ambiguo e impotente, y contra el orden de la especie. Es entonces que, desterrado de la ciencia del ser, entra por la puerta falsa al reino moral. Si para esquivar la nada, Sade ha alienado su libertad; si por abdicar ante lo absoluto, ha renunciado a lo que hubiera podido ser la más extraordinaria aventura metafísica, no es menos cierto que ha aceptado pagarlo con su propia destrucción y que ha vivido hasta lo último, hasta el aniquilamiento, sus contradicciones, sus traiciones, sus debilidades. "Encontramos —dice Albert Camus— una idea desarrollada por Sade: el que mata debe pagar con su persona. Vemos claramente que Sade es más moral que nuestros contemporáneos". En última instancia, Sade ha corrido el mayor de los riesgos: asumir la condición real de un hombre y no una condición humana ideal. Al testimoniar así, zapa los fundamentos de una ética generalizadora; al rechazar los esquemas de una conducta, la peculiaridad de su ambición moral comienza a tornarse válida para los otros hombres. A Sade podemos aplicarle lo que escribe Camus, refiriéndose a Nietzsche: "La moral tradicional no es para él sino un caso especial de inmoralidad". Llegados a tal punto, nos sorprendemos: fascinados por el espectáculo de su descomposición, se nos había escapado que el Marqués ha sabido oponerle una figura auténtica al tiempo. Ahora nos damos cuenta de que su empresa ha superado las propias contingencias de su época. El hecho de que una tentativa aniquile a su autor, no significa que necesariamente ella cese de existir como tentativa. La de Sade toma importancia reveladora precisamente en nuestro tiempo porque, implicando el desacuerdo entre un destino humano proyectado hacia lo absoluto y la temporalidad de formas sociales dadas, la percibimos incorporada a nuestra situación en un instante en que las apariencias morales de un orden, condenado como el de los años anteriores a 1789, entran en crisis y se disocian de nuestra ambición ontológica. De ahí que un fracaso histórico pueda alcanzar la ejemplaridad.

Colocado dentro de sus límites, Sade comienza a mostrarnos su aptitud para lo ambiguo6 . Hay que saber separar en su obra todo lo que es alegato temporal, o táctica destinada a los poderes del momento, de aquello que constituye su pensamiento auténtico. Pero el solo hecho de que debamos llamar la atención sobre este punto, y sobre las frecuentes contradicciones e incoherencias de su literatura, denuncia ya una relación equívoca. En la personalidad del Marqués la farsa y la verdad están agresivamente unidas, no pueden existir sino mistificándose mutuamente, se atraen y rechazan dentro de una constante inversión de papeles, en cuyo movimiento perpetuo la una toma a cada instante la apariencia de la otra 7 . Para no dar el último salto a la nada y, no obstante, salvaguardar su empresa ética; para cumplir un proyecto que lleva consigo la destrucción y, sin embargo, preservar su figura, Sade entra en componendas. Ya hemos dicho que su ateísmo resulta poco convincente. En algunos de sus discursos, apenas sí reemplaza el dios antropomórfico de los cristianos por un dios vago, cuyo cuerpo son todas las fuerzas benévolas y las energías demoníacas de una naturaleza tan omnipotente a la larga como el Padre Eterno. Su fe en una razón abstracta tiene, en última instancia, el mismo carácter que la fe de los católicos en la divinidad. Más aún —e ignoramos si alguien ha llamado la atención sobre ello— su actitud frente a Cristo está llena de inconsecuencias. Uno de los cargos más graves que el Marqués retiene contra Jesús de Galilea es el de sedicioso. Indudablemente la calidad más resaltante que para un no-cristiano anticonformista tiene la personalidad histórica de Cristo es la de revolucionario —tanto en el sentido moral como en el sociológico—, y resulta sorprendente ver al sedicioso ético que es Sade denigrándolo por ello 8. La contradicción nos asombra en el primer instante porque los comentadores de Sade no han subrayado suficientemente su oportunismo, ni mucho menos el hecho —rico en perspectivas— de que se trata de un oportunismo dramático. Realista bajo el rey, republicano bajo la república, ¡el Marqués es encarcelado por el rey y por la república! Hay momentos, desde luego, en que Sade acepta utopías sociales avanzadas —los grandes sueños estructurales eran el tema de su época—; pero el movimiento de su espíritu y de su vida no parecen indicar que esto obedezca a una intencionalidad entrañable. Camus anota al respecto:

Sin duda Sade ha soñado en una república universal, cuyo plan nos los expone a través de un sabio reformador, Zame. Así nos muestra que una de las direcciones de la revuelta es la liberación del mundo entero. Pero todo en él contradice este sueño piadoso. No es amigo del género humano. Odia a los filántropos. La igualdad de que habla a veces es una noción matemática; la equivalencia de los objetos que son los hombres, la abyecta igualdad de las víctimas. La República de Sade no tiene la libertad como principio, sino el libertinaje.

En realidad, la burocracia represiva de la sociedad, sea realista o republicana, le resulta necesaria porque le permite trasladar al exterior su yo masoquista y atribuir su autodestrucción a la acción de poderes extraños. La situación de clase del Marqués nos aclara hasta cierto punto sobre sus anomalías (la condición de aristócrata implica cierta pasividad, cierta actitud femenina ante el rey. Toda corte se parece a un serrallo por sus inevitables conflictos de celos, prelaciones y favoritismos). Para Sade el Estado, esa concreción coactiva de la colectividad, se transforma en sujeto penetrador y viril, mientras él mismo (el Marqués) se percibe como objeto penetrado. Para sobrellevar sus propios excesos imaginativos, para poder devenir, Sade proyecta sobre el mundo un esquema varonil y flagelador, que luego se vuelve contra él convertido en imposición de omnímodas fuerzas externas o en tiranía de una naturaleza demoníaca. Sólo así puede sustraerse, esporádicamente, a su propia responsabilidad. Se trata de una defensa de carácter vital, subconsciente, semejante de cierta manera a los juegos matemáticos que hacía en prisión. Pero también sería ilícito pensar en un movimiento de su propio demonio que creara una situación parecida al exorcismo, en la cual él hiciera a la vez de exorcizador y poseído. Sade no puede, pues, rebelarse contra la totalidad de la sociedad, sino solamente contra aquella parte formada por las costumbres y apariencias morales que se oponen directamente a sus propias inclinaciones. Dentro del mecanismo que hemos intentado describir, el Marqués se halla en posición de rebelarse o contemporizar, según la oportunidad. La lucidez que le permite ver las normas éticas fijas como temporales y en desacuerdo con el doble ritmo de la naturaleza y de la subjetividad humana, debe ser colocada dentro del marco de una gran servidumbre. Su ambigüedad política, que al principio se nos presenta como destino, no es en el fondo sino la dramática limitación de una empresa que insurge contra lo temporal y transige con lo absoluto; pero esta tensión interna lo sitúa en el nudo mismo de la tragedia y nos ofrece su obra como aclaradora de nuestra condición, de la misma manera que el conflicto entre la fatalidad y los proyectos individuales en la tragedia griega preserva, a intención nuestra, la densidad humana de una sociedad para siempre abolida. Rechazado por la historia, es en la historia de nuestro tiempo que Sade alcanza su doble aspecto de mito en plenitud y de aleccionadora desnudez vital. La ejemplaridad de un fracaso comienza a ser fructuosa, cuando advertimos que ha sido lograda a expensas de un ser que supo reivindicar el absurdo de una condición real. No resulta, por lo tanto, desmerecedora, ni siquiera extraña, la posibilidad de que —contra el desenlace mismo del texto— en el "Diálogo entre un sacerdote y un moribundo" el Sacerdote haya terminado por triunfar. En efecto, Sade en algunos de los años de su vejez no sólo aceptó escribir una obra, en el asilo de Charenton, para celebrar la visita del Arzobispo de París, sino que el día de Pascuas sirvió de pan bendito y recogió el óbolo en la iglesia de la parroquia.


Este artículo fue publicado por primera vez en la Revista Mito N. 1, Año 1, abril-mayo, 1955. 

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