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lunes, 20 de agosto de 2012

LA TRADUCCIÓN DEL SURREALISMO EN ARGENTINA: ACERCA DE UNA ANTOLOGÍA



Santiago Venturini (CONICET)





Ebriedad y revolución


“Ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución”, ésta es la fórmula que acuña  Walter Benjamin en un ensayo de 1929 (“El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea”),  para definir la ambición capital del movimiento surrealista (BENJAMIN 1991: 58). A partir de esta consigna, a partir de sus dos términos fulgurantes, la ebriedad y la revolución, puede avanzarse hacia la comprensión del sentido histórico y el alcance del surrealismo. La fórmula de Benjamin es efectiva: marca con claridad los dos derroteros, las dos líneas de inquietud hacia la que se dirigió la atención surrealista, y que determinaron la inclinación, doble y desdoblada, tanto hacia el derrocamiento de un orden social –“las viejas antinomias  hipócritamente destinadas a prevenir toda inoportuna agitación del hombre” (BRETON 1992: 83)–  como a la fundación de una nueva praxis artística –los surrealistas, afirma Raúl Gustavo Aguirre, “fueron los primeros en denunciar la literatura como una institución neutralizadora no sólo de la voz del poeta, sino del poema ‘como proyecto de vida’” (AGUIRRE 1983: 171). Héctor A. Murena señalaba en un breve artículo publicado en Argentina a fines de la década del ochenta (“Paradoja de la revolución”), estas “líneas paralelas” de inquietud: la de la preocupación por “la asfixia que la sociedad impone a la vida” y la de “la preocupación por la asfixia en que se debate al arte” (MURENA 1989: 35). Ebriedad y revolución, entonces, parecen adscribirse a las dos constelaciones de valores primordiales del surrealismo. De un lado, el amor y su estatuto de fuerza elemental, la creación, la imaginación y lo maravilloso, que dan cuenta del ámbito en el que se inscribe la insistencia del surrealismo –y la insistencia, estrecha y agotadora, de ciertas definiciones– en la exposición de los desconocido, de aquello que descentra al sujeto: el inconsciente, el sueño, la locura, esas “regiones novedosas que hasta el momento no habían sido sistemáticamente exploradas” (NADEAU 2007: 43-44). Del otro lado, el imperativo de la libertad, la irreverencia contra todo lo instituido e institucionalizado, la necesidad de la acción social. 

Ahora bien, tal  diferenciación se vuelve por lo menos obsoleta si se concede un poco más de atención: ebriedad y revolución aparecen como dos términos consecutivos de un movimiento crítico que aspira a “agitar”, en palabras de Breton, “la expresión humana en todas sus formas” (BRETON 1992: 115). Este mandato tiene, tal vez entre otros, dos efectos. Delinea esa rigurosa ética que en el devenir del surrealismo provocó un movimiento persistente de tensiones sobre la especificidad del acatamiento a ese mandato –esta cuestión está en el centro del conflicto con Pierre Naville, fechado en 1926, quien planteó en La Revolución y los Intelectuales (¿Qué pueden hacer los surrealistas?) la necesidad de conducir al surrealismo hacia la acción social revolucionaria–, una sucesión de inclusiones y exclusiones en la que sin dudas André Breton se levantó como juez; a lo largo de los años el surrealismo fluctúa en nombres: aquellos que primero se idolatraban son rechazados luego (citemos a Michel Leiris, Raymond Queneau, Robert Desnos, Jacques Prévert, que intervinieron en el folleto contra Breton aparecido en 1930, Un cadavre, aunque es asimismo el caso de Louis Aragon y Paul Éluard, dos fervientes animadores del movimiento desde sus inicios, que se alejan por su filiación al Partido Comunista): “hay muy pocos hombres, entre los que se ofrecen –constata Breton el su Segundo Manifiesto– capaces de estar a la altura de la intención surrealista” (BRETON 1992: 96).

El otro efecto de este mandato de agitación integral es el que volverá al surrealismo una voluntad y actitud indeterminadas, dada la dirección diversa de su protesta (y su propuesta): “la confianza del surrealismo no puede estar ni bien ni mal colocada, por la simple razón de que no está colocada en ninguna parte” (BRETON 1992: 92). No puede negarse que la indeterminación aparece como un recurso para socavar todo intento de fijar o restringir al surrealismo a un terreno particular (como el artístico). En su pretendidamente informal revisión de la historia de la literatura francesa, Jean d’Ormesson prefiere definir al surrealismo como  “un impulso, una ruptura, una revuelta, una moral, una aventura colectiva formidable que sobrepasa a la literatura para marcar todo el siglo con sus manifestaciones más diversas” (D’ORMESSON 1997: 283-284). Hay en esta definición del surrealismo como moral un eco de procedencia que señala al dadaísmo y su  irreverencia contra la producción del arte institucional, del que los organizadores del surrealismo se apartarán ya a principios de la década del 20 por la necesidad, como lo afirma el poeta Rodolfo Alonso, de adoptar “una actitud ofensiva, y a la vez constructiva” para evitar el riesgo que derrumbó a Dadá: “desembocar en el callejón sin salida del nihilismo gratuito” (ALONSO 1980: 1). 

Cierto es que el surrealismo se resistió siempre a una definición en los términos exclusivos y excluyentes de vanguardia artística. En el Segundo Manifiesto (1930), Breton comienza por afirmar que el surrealismo no pretendió sino “provocar, desde el punto de vista intelectual y moral, una crisis de conciencia de una índole lo más general y lo más grave posible” (BRETON 1992: 83).  Aunque cierto es también que esta crisis debía comenzar necesariamente por el lenguaje –“no hay que sorprenderse de que el surrealismo se ubique,  de entrada, casi exclusivamente, en el plano del lenguaje”  (BRETON 1992: 115)–; de ahí su impacto en la praxis literaria y fundamentalmente en la poesía. El Primer Manifiesto (1924) se concentra en el “surrealismo poético” y esa “nueva forma de expresión pura” (BRETON 1992: 43) que es la escritura automática. Estamos del lado de Jean Michel Maulpoix cuando afirma que la historia del surrealismo es la de “un movimiento que, en definitiva, pretendiéndose revolucionario y deseoso de realizar el deseo rimbauldiano de ‘cambiar la vida’, inscribió al lirismo y la imaginación en el corazón de su funcionamiento” (2006: 302). “La poesía –escribe Breton en ese manifiesto que es Les pas perdus (1924)– es el terreno donde más posibilidades hay de que se resuelvan las terribles dificultades de la conciencia con la confianza, en un mismo individuo. Por esto me muestro tan severo con ella, porque no le perdono ninguna abdicación” (BRETON 1987: 13).


La derivación argentina

La revista Qué, cuyo primer número apareceen 1928, es un  testimonio destacado de la recepción del surrealismo en Argentina. A la cabeza de Qué, que fue además la primera revista surrealista de Latinoamérica, se encontraba Aldo Pellegrini (1903-1973), por entonces un estudiante de medicina que había formado junto a algunos compañeros de facultad (David Sussman, Mario Cassano, Elias Piterbarg) una especie de “fraternidad surrealista”, devota de Girondo, interesada por las experiencias de la escritura automática. Al igual que sucedió con los instigadores del surrealismo francés, como Breton o Aragon, los protagonistas provenían de un medio ajeno a los debates estéticos del campo cultural argentino, la medicina, y su actitud más urgente fue la irreverencia hacia valores instituidos de la praxis literaria. Qué sólo contará con dos números (el segundo aparece en 1929), y aunque no se incluyeron en ella traducciones de las poéticas surrealistas francesas, representa el “único momento en que el surrealismo fue ortodoxo en Argentina” (PICHON RIVIÈRE 1974), aun cuando el debate por la cuestión de la militancia revolucionaria, que constituyó un verdadero escollo para los surrealistas franceses, haya estado ausente en sus páginas –y en las de las publicaciones que vendrán: esta versión local del surrealismo sí puede definirse en los términos específicos de una vanguardia artística.

De todos modos, esta es la revista abre la estela del surrealismo en Argentina, y marca el inicio de un vínculo, más o menos intenso, más o menos directo con el movimiento que en una cadena de publicaciones y poéticas se extenderá por décadas. Las publicaciones: después de Qué llegará Ciclo (1948 y 1949), también dirigida por Aldo Pellegrini. En 1952 hará su aparición A partir de Cero (1952-1956), dirigida por Enrique Molina. En 1953 surgirá Letra y línea,  dirigida otra vez por Pellegrini, y cuyo grupo de colaboradores marca “el punto de mayor desarrollo del surrealismo en el país” (CALBI 1999: 239).  También podría citarse, a partir de la década del 50, a  Poesía Buenos Aires, dirigida por el poeta y traductor Raúl Gustavo Aguirre que, con otros intereses, publica en sus páginas a poetas surrealistas (o disidentes del movimiento, como René Char). En la década del ’70 el surgimiento de la revista El hemofílico, dirigida por Juan Carlos Otaño, retomará durante sus tres números (antes de ser secuestrada por la policía de la dictadura) los postulados del movimiento. Las poéticas: “Si bien la incidencia del surrealismo en el campo intelectual argentino se inicia antes del cuarenta con la obra de difusión de Aldo Pellegrini, cumplida a través de las sucesivas revistas que dirigió, sus traducciones de autores centrales del movimiento y su carácter de animador del grupo surrealista en el país, y se extiende a lo largo de la década del cincuenta y el sesenta sobre todo a través de la obra de Francisco Madariaga, Julio Llinás y Juan Antonio Vasco, en el cuarenta cuenta con autores como Juan Carlos Latorre, Juan José Ceselli y su representante sin dudas más destacado, Enrique Molina” (PIÑA 1996: 16-17).


Compendio de poesía surrealista

La figura del “médico-poeta” Aldo Pellegrini se recorta, entonces, como el nombre decisivo al pensar el surgimiento y la difusión del surrealismo argentino. Además de colocarse al frente de las publicaciones ya recuperadas, Pellegrini emprendió un importante trabajo como traductor, que se condensó en su ya célebre Antología de la poesía surrealista (de lengua francesa), publicada originalmente en 1961 por la Compañía General Fabril editora (y dirigida por su amigo Jacobo Muchnik). La misma antología, aunque con ciertas modificaciones, fue publicada en Barcelona veinte años después, en 1981, por el sello Argonauta, y una nueva edición apareció en nuestro país hace dos años, bajo el mismo sello editorial, que dirige ahora Mario Pellegrini, hijo del poeta.

Leer la Antología de la poesía surrealista de Pellegrini poniendo de relieve la operación de traducción,  permite revisar los modos en que, desde las configuraciones de una cultura, se leen y se reconstruyen los textos producidos en otra lengua. El concepto de “estrategias de traducción”  resulta efectivo para cumplir esta revisión, en la medida en que, como lo sostiene Venuti, da cuenta  de dos movimientos: “la tarea básica de seleccionar el texto extranjero a traducir y el desarrollo de un método para traducirlo” (VENUTI en BAKER 1998: 240).

Las antologías de poesía traducida pueden pensarse como representaciones o imágenes cristalizadas de diferentes estados de un campo poético extranjero.Toda antología supone una operación de recorte, exhibición  y puesta en valor de los materiales diversos de un campo poético extranjero y tal vez debido al espesor de tal operación, la antología constituye un caso paradigmático en el que rastrear lecturas y representaciones que una literatura construye sobre la literatura en otra lengua. Organizada por un fuerte trabajo de selección –selección, primero, de nombres considerados relevantes (un canon) y, segundo, de un corpus de textos cuya función es definir la relevancia de la poética solidaria al nombre–, las antologías delatan el peso de la figura del traductor como responsable de la manipulación y elaboración de lo extranjero.

Cada antología es diseñada, además, para servir a diferentes propósitos. A diferencia de otras recopilaciones aparecidas en Argentina y dedicadas a la poesía surrealista de lengua francesa (ver bibliografía),  la antología preparada por Aldo Pellegrini tiene la pretensión de la exhaustividad, y en su desmesura intenta reflejar el “balance histórico” de un movimiento que tuvo enormes implicancias. El exceso de nombres incluidos –aparecen casi 70 poetas– tiene la intención de representar esa “multitud de seres unidos, aunque sólo transitoriamente, por un ideal colectivo” (PELLEGRINI 2006: 9). Con respecto a la conformación de su corpus, a las exclusiones e inclusiones sobre las que se organiza toda antología, Pellegrini es claro: su “apasionado interés” por el movimiento francés, lo obliga al juicio ético condenatorio que en muchas ocasiones ejerció Breton: así,  al explicitar ciertas ausencias (Naville, Limbour) Pellegrini afirma que en el caso de algunos poetas “razones de conducta frente al movimiento han hecho aconsejable su exclusión” (PELLEGRINI 2006: 10).  Evidencia de este juicio condenatorio es la anécdota que Pichón Rivière recupera en su artículo sobre el surrealismo argentino publicado en la revista Crisis en 1974: fue el mismo Breton quien “habría querido imponerle [a Pellegrini] la lista de poetas a incluir y hasta la cantidad de poemas”, voluntad a la que el poeta argentino se opuso con firmeza. Desde esta posición comprometida con el movimiento, entonces,  pero también desde su voluntad de dar cuenta de la propagación de la técnica surrealista en poetas de diverso corte, se lee la división en dos amplios grupos que separa a los nombres en el índice de la antología, y cuyo factor de distinción es la participación activa en el movimiento: los “Poetas militantes del grupo surrealista” y los “Poetas de lenguaje surrealista”.

Se trata de una antología en la que los textos sólo se leen en su versión, no hay textos en francés (lo que la separa de una publicación especializada o académica). Y si bien casi la totalidad de las traducciones le pertenecen, Pellegrini habilita un cruce, justificado por un argumento de autoridad: se incluyen en la antología cuatro traducciones de Benjamin Péret realizadas por César Moro –poeta surrealista peruano, bilingüe– quien llevó a cabo sus versiones con la ayuda del mismo Péret; al mismo tiempo, uno de los dos poemas con los que se presenta a Moro en la antología (“Carta de amor”) es traducido por Emilio Westphalen, quien también contó con la supervisión del poeta. Este hecho, en apariencia despreciable, delata una clara representación: en la operación inestable de la traducción la vigilancia del autor es capaz de conferir una seguridad indiscutible, la de la paternidad: el autor parece ser el único capaz de instaurar, en la nueva lengua, las coordenadas precisas de su creación.

Pellegrini redacta un extenso estudio, “La poesía surrealista”, que precede a su antología. Este estudio cumple diferentes funciones: a la vez que elabora el devenir histórico del surrealismo, aporta conceptos decisivos y claves de lectura para el lector no especializado, y ensaya un ordenamiento, esto es, clasifica nombres y poéticas. Si se insiste en la lectura de estos paratextos que enmarcan a las versiones tiene es con el fin de recortar juicios o interpretaciones del traductor que no sólo afectan a la configuración final del corpus, sino que acaban por impactar en la práctica de la traducción.

Después de repasar las circunstancias que dan origen al movimiento y exponer las ideas fundamentales que lo impulsan, Pellegrini se detiene en las “técnicas surrealistas”, en la trascendencia del valor imaginación, en la elaboración del “elemento fundamental” de la poesía surrealista que es la imagen, y en el procedimiento específico del automatismo, método que “constituye el centro y la clave de la técnica poética surrealista” (PELLEGRINI 2006: 24). Un apartado después, Pellegrini se dedica a conformar conjuntos, agrupar poéticas según el predominio de elementos  utilizados (la mayor parte de corte semántico), aunque previene al lector de la operatividad relativa de tal clasificación. Así se establece una taxonomía: los “poetas del automatismo” (categoría que agrupa a aquellos poetas “de dirección ortodoxa” como Breton y Péret); los “poetas de la exaltación lírica” (Éluard, parte de Desnos, Soupault); los “poetas del humor” (Picabia,  Duchamp, Arp); los “poetas de lo maravilloso” (Char, Blanchard, Aragon) y los “poetas negros” (Artaud). Dentro de cada categoría, Pellegrini practica una síntesis crítica de todos sus exponentes.

Además de este acercamiento crítico, Pellegrini presenta a cada poeta a través una breve nota de corte bio-bibliográfico, que detalla las circunstancias que acercan a cada uno al surrealismo –y en algunos de ellos, las que marcan su alejamiento–. También se incluye, en todos los casos,  un listado de la bibliografía de los poetas –actualizado, como lo señala el editor, en las ediciones de la antología posteriores a la original, de 1961–. Estas características ponen de relieve la dimensión informativa del proyecto de Pellegrini, en el que la construcción de un saber enciclopédico sobre el movimiento y sus exponentes tiene un alcance innegable, aunque el fin sea también, sin dudas, elaborar una imagen lo más completa posible sobre el surrealismo francés para el lector argentino. Esta cuestión se advierte, aunque de modo indirecto, en la representación dispar de los poetas:  muchos  de  ellos  sólo  aparecen  representados  por   un  solo poema ( Jean-Louis Bedouin, Robert Benayoun, Leonora Carrington, Jean Ferry). La cantidad de textos asignados a cada poeta determina, no en todos los casos (ya que la calidad es un parámetro que se encuentra en proporción directa con la extensión de los textos), su trascendencia para la comprensión de la voluntad surrealista dentro de las coordenadas de la lectura de Pellegrini.

Louis Aragon aparece representado a través de cuatro poemas. “Poema de capa y espada” (Poème de cape et d’épée), un texto incluido en su libro El movimiento perpetuo (Le mouvement perpétuel), de 1926, es uno de ellos. Una lectura nos permite reparar en la operación de traducción de Pellegrini, su estrategia. Ante todo, llama la atención la elección de la forma pronombre de segunda persona plural, vosotros, ajena a la variedad de español rioplatense, y propia de la península, que Pellegrini mantendrá en todas las versiones: “Caballeros del huracán/qué habéis hecho de vuestros guantes”, se lee en el estribillo del poema Aragon. Sin dudas, esta cuestión establece una distancia entre el texto y el lector argentino (aún cuando se trate de un lector habituado a leer traducciones). Con respecto a la selección léxica, más allá de las numerosas posibilidades de traducción que presenta cada lexema, aparece en la versión de Pellegrini un término como alfeñique, también marcado por la extrañeza –lo mismo ocurre en Carlitos Místico (Charlot mystique), donde el lexema francés commis  se traslada como dependiente, o en la versión de “Union Libre” de André Breton, donde aparece el lexema cerillas para allumettes. 

Por su parte, la versión de “Persona pálida” (Personne Pâle), otro texto de Aragon incluido en su libro Fuego de alegría (Feu de joie, 1920), marca el carácter de ejercicio de reescritura que implica toda traducción: los primeros versos son más contundentes en el poema en español que en el texto francés; Pellegrini intensifica: traduce malhereux por más mísero, maigre por escuálido, périr por aniquilarse (“le pupitre à musique aurait voulu périr” se convierte en “el atril hubiera querido aniquilarse”, un verso de mayor impacto). En este poema se presenta, además, un escollo que será frecuente en otros textos: la traducción de las locuciones, que obligan a una traducción explicada, parafrástica: así, “battre la semelle” se transforma en español en “patalear para ahuyentar el frío”.

René Char, que al igual que Aragon se incluye en el grupo de “los poetas de lo maravilloso”,  aparece también representado a través de cuatro poemas. Pellegrini desconfía de Char, desconfía de ese exceso de artífico que hace que su poesía “sea bella sin contener ningún secreto  destructor” (PELLEGRINI 2006: 39). Es su “afán de perfección formal”, cree Pellegrini,  la que lo aleja de la “voluntaria espontaneidad de los surrealistas” (PELLEGRINI 2006: 116). El poema “La lujuria” (La Luxure), incluido en la plaqueta Poemas militantes (Poèmes militants) de 1932, nos permite confrontar la traducción de Pellegrini con la de otro poeta-traductor decisivo para la difusión de la poesía francesa en Argentina: se trata de Raúl Gustavo Aguirre quien tiempo después de aparecida la Antología surrealista  publica para el sello Ediciones del Mediodía una Antología de  Char. Más  allá  de  las elecciones  léxicas  dispares –“herramientas temporarias”, para Aguirre, “utensilios efímeros” para Pellegrini–, el cotejo de ambas versiones nos coloca frente a dos actitudes traductoras disímiles con respecto a la lengua extranjera: mientras que Aguirre se mantiene del lado de la sintaxis francesa, y produce estructuras más oblicuas en español, oblicuidad exigida sin dudas por la impronta del valor fidelidad al texto fuente, Pellegrini opta por la reformulación en los términos de claridad enunciativa, para favorecer la lectura de la versión “argentina”:  así, el verso “Où l’on tue où l’on est tué sans contrainte” se lee en Aguirre como “Donde se mata donde se es muerto sin obligación”, mientras que en Pellegrini se trata de: “Donde uno mata donde a uno lo matan libremente”. 

Lo mismo vuelve a ocurrir algunos versos más abajo con “Figures aussitôt évanouies que composées”, que  Aguirre traslada como “Figuras tan pronto desvanecidas como compuestas”, y Pellegrini como “Figuras que se desvanecen apenas formadas”. Esta corroboración no es exclusiva de la traducción de Char, lo idéntico ocurre si nos detenemos, por ejemplo, en las versiones del poema de otro surrealista, Robert Desnos: “Tanto soñé contigo” (J’ai tant rêvé de toi), del libro Cuerpos y Bienes (Corps et biens, 1930) que Pellegrini incluye en la su antología y que Aguirre publica en su volumen Poetas franceses contemporáneos de 1974.
Así se delinean, entonces, dos éticas de traducción que actualizan estrategias diferenciadas, y cuyo resultado final es el montaje de textos que establecen con la lengua meta una relación singular.  De un lado o el otro de cada uno de estas éticas, la traducción insiste, habla a través de los textos del mismo modo en que  hablaron para los oídos surrealistas esos fuerzas dementes a las que alguna vez se abandonaron. Sólo es cuestión de escuchar. 



Bibliografía

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